EL ALTRUISMO RECÍPROCO EN LA GUAJIRA: CUANDO EL “TÚ ME DAS Y YO TE DOY” SALVA VIDAS

En medio del viento árido que azota las calles polvorientas de Uribia, donde el agua se negocia más que el oro y el silencio pesa más que la deuda pública, sobrevive una ética ancestral que ni el clientelismo más astuto ha podido corromper del todo: el altruismo recíproco. No es una teoría de salón universitario, ni un concepto importado para justificar cooperación internacional. Aquí, en La Guajira, es una forma de vida tejida en el eirruku, en el trueque silencioso de leña por agua, en el plato de friche que se comparte, aunque solo haya para uno.

El altruismo recíproco —mecanismo evolutivo que los biólogos celebran y los sociólogos analizan— no necesita manifiestos ni fundaciones. Se practica en las rancherías wayuu donde si un niño tiene fiebre, toda la comunidad se moviliza; donde si una familia pierde su siembra por la sequía, los vecinos siembran de nuevo, sin que nadie firme un convenio. No se espera gratitud, se espera reciprocidad en el momento justo. Y eso, señoras y señores, es más eficaz que cualquier plan de contingencia del Ministerio del Interior o que los planes de choque del ICBF.

El altruismo recíproco guajiro es un pacto tácito con la dignidad. No se mide en millones, sino en confianza. No se liquida en un contrato, sino en la memoria colectiva. Y funciona precisamente porque no busca réditos inmediatos. Como bien lo señaló Robert Trivers en los años 70, este tipo de cooperación solo perdura si hay equilibrio entre dar y recibir, y si la traición es socialmente costosa. En La Guajira, quien incumple ese código no pierde una elección: pierde el respeto. Y eso, en una sociedad de palabra, es peor que la pobreza. Pero esta reciprocidad no es ingenua. No es caridad desinteresada al estilo occidental, sino una forma sofisticada de interdependencia.

Hoy, cuando la política regional se debate entre la demagogia y la indolencia, entre el espectáculo mediático y la parálisis administrativa, urge rescatar esta ética comunitaria como brújula colectiva. No para idealizarla ni folclorizarla, sino para imitarla. Imaginen si los recursos de las regalías —esos miles de millones que se esfuman en ingenierías de papel— se gestionaran con la misma lógica: no como dádivas verticales, sino como compromisos horizontales. No como botines electorales, sino como semillas compartidas con responsabilidad mutua. ¿Sería posible una Guajira donde el bien común no dependiera del capricho de un alcalde, sino del tejido de responsabilidades recíprocas entre autoridades, comunidades y líderes?

Entretanto, en las rancherías olvidadas de Uribia o Manaure, las mujeres wayuu siguen tejiendo redes de apoyo sin firmar memoriales de entendimiento. Saben que la vida en la aridez no se sobrevive al mero compás de la sombra de la soledad. Y que, en ausencia de un Estado, que a veces llega con camionetas nuevas y se va sin dejar rastro, la reciprocidad es la única institución que no falla. Allí, en ese acto cotidiano y silencioso de “tú me das y yo te doy”, está la verdadera resistencia, vestida con la manta de la resiliencia bajo la enramada del olvido oficial. No es heroísmo, no es victimismo: es sentido común. Es biocultura en acción.

Y si La Guajira alguna vez logra sanar sus heridas—las del hambre, las de la exclusión, las del racismo estructural—, no será gracias a un decreto, ni a un discurso emotivo en redes sociales. Será gracias a la persistencia de un altruismo ancestral que, contra viento y marea, sigue sosteniendo no solo vidas, sino mundos. Porque en La Guajira, cuidar al otro no es una opción moral: es la condición misma de la supervivencia.

 

Arcesio Romero Pérez

Escritor afrocaribeño

Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI

DESCARGAR COLUMNA

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *