En un tiempo donde gobernar parece sinónimo de dividir, y donde la firmeza política se disfraza de arrogancia, vale la pena volver la mirada hacia un rey que entendió el poder como un acto de reconciliación. Me refiero a Enrique IV de Francia, el primer monarca de la casa Borbón, conocido no solo por sus victorias militares o su audacia política, sino por algo mucho más escaso en la historia del poder: su compasión.
Francia estaba rota cuando Enrique llegó al trono. Protestantes y católicos se habían desangrado durante décadas en las guerras de religión. La nación, fracturada, no parecía tener futuro. Pero Enrique no eligió la venganza. Eligió el país.
Renunció a su fe protestante para pacificar Francia, y pronunció una frase que, aún hoy, es un manifiesto de liderazgo sensato: “París bien vale una misa”. Para muchos, fue una jugada estratégica. Para otros, una traición. Pero en realidad fue una apuesta monumental por el bien común. Porque entendió que la grandeza de un líder no está en la pureza de sus convicciones, sino en la capacidad de sacrificarlas cuando el pueblo lo necesita.
Enrique IV no gobernó desde la ideología, sino desde la humanidad. Implementó el Edicto de Nantes, una decisión histórica que garantizó la libertad religiosa en un país que venía de odiarse a sí mismo. Impulsó la economía, protegió al campesino, y se convirtió en símbolo de un liderazgo que no grita, que no excluye, que no destruye al adversario.
En Colombia, un país tan rico en talento como en heridas, necesitamos más liderazgos como el suyo. Porque el verdadero poder no es imponer: es tender la mano sin que se note temblor. Es mirar a los ojos del otro aún del que piensa distinto y ver a un ser humano, no a un enemigo.
Hoy, muchos celebran la polarización como si fuera fuerza. El liderazgo compasivo no es sinónimo de debilidad, ni de permisividad ingenua. Es, en realidad, la forma más elevada de autoridad: aquella que no impone, sino que inspira; que no divide, sino que escucha; que no teme al dolor ajeno, sino que lo asume como propio. El liderazgo compasivo se basa en una fuerza serena que sabe reconocer la dignidad del otro incluso en medio del conflicto. Es liderazgo con propósito, con empatía y, sobre todo, con humanidad. Enrique IV de Francia, conocido como “el buen rey Enrique”, fue un ejemplo magistral de esta forma de liderar.
Como mujer guajira, como hija de una tierra que ha sido muchas veces olvidada, lo sé con certeza: la esperanza no viene con uniformes ni pancartas. Viene cuando el poder se pone al servicio del pueblo, no al servicio de sí mismo. Viene cuando se gobierna con corazón firme y cabeza fría. Viene cuando alguien, desde lo más alto, elige unir en vez de vencer.
A veces me pregunto si los líderes de hoy estarían dispuestos a hacer lo que hizo Enrique. Si cambiarían su ideología por la paz de su país. Si firmarían edictos que molesten a su tribuna, pero sanen a la nación. Si pondrían el futuro por encima del aplauso. Y no, no estoy hablando de debilidad. Estoy hablando de coraje real. El de quienes prefieren la historia al hashtag, y el legado al ruido.
En tiempos como estos, recordar a Enrique IV es una provocación. Porque nos recuerda que el liderazgo no es gritar más fuerte, sino servir con más profundidad. Que no se trata de vencer al otro, sino de convencer a todos. Y que la compasión, lejos de ser ingenua, es revolucionaria.
El de un rey que eligió la paz por encima del dogma.
La unión por encima del orgullo.
Y el pueblo por encima del ego.
Tal vez, ahí, encontremos el futuro que tanto buscamos.
Juana Cordero Moscote