En La Guajira, hemos perfeccionado un arte político digno de exportación: el sectarismo. Aquí no solo se trata de elegir a un alcalde o gobernador cada cuatro años, sino de reconfigurar toda una sociedad para que, sin importar su color, credo o preferencias, la división sea siempre la regla de oro. ¿Y qué mejor manera de hacerlo que con el clásico “apartheid burocrático”? Ah, esa maravillosa tradición de aislar y marginar a todos aquellos que, por la desgracia de haber nacido del lado equivocado de la línea política, se ven condenados a cuatro años de ostracismo institucional.
En la tierra del sol, cada elección es un parteaguas. La administración entrante llega no solo con una plataforma de promesas (que sabemos que jamás se cumplirán), sino con una lista detallada de apellidos, familias y amigos a quienes se les aplicará el exilio interno. Si votaste por el bando equivocado, prepárate para quedarte sin acceso a los programas sociales, sin contratos del Estado, e incluso sin la mínima cortesía de ser atendido en una oficina pública. Porque aquí, la burocracia no está al servicio del pueblo, está al servicio de las venganzas políticas.
Quizá uno de los efectos más devastadores de esta maquinaria sectaria es el fraccionamiento de la familia. En un contexto donde la política local se mezcla con la sangre y los apellidos, es común que incluso los lazos más estrechos se debiliten por un simple desacuerdo de colores políticos. Si tu tío votó por el candidato incorrecto, no esperes ser invitado a la próxima reunión familiar. La política ha conseguido lo que ni las guerras lograron: dividir a la familia por una preferencia temporal y efímera. Y así, los colores partidistas se convierten en los nuevos apellidos, forjando lealtades ciegas y enemistades profundas.
La sociedad guajira, que debería ser un mosaico de identidades y culturas, se ha convertido en un tablero de ajedrez donde solo hay lugar para el blanco y el negro. Si no estás con ellos, estás contra ellos. Y mientras tanto, las verdaderas problemáticas sociales quedan sepultadas bajo esta obsesión por los bandos. Las diferencias de matices políticos, lejos de enriquecer el debate, solo acentúan la fragmentación social, creando pueblos donde el diálogo ha sido sustituido por el recelo y la desconfianza.
El sectarismo no solo divide familias y amigos, también genera ghettos políticos. Durante los cuatro años que dura cada administración, los que apoyaron al grupo ganador se convierten en una especie de casta intocable, disfrutando de los privilegios del poder, mientras el resto es relegado a los márgenes. Estos ghettos son el verdadero legado de nuestras elecciones: comunidades divididas no por sus intereses comunes, sino por las lealtades políticas del momento. ¿Qué tan absurdo es que el bienestar de un ciudadano dependa de su bando político? Pero en La Guajira, eso es casi una norma no escrita.
Y todo esto, por supuesto, tiene su origen en las prácticas corruptas que comienzan mucho antes de las elecciones. El carnaval de la compra de votos es el pilar que sostiene esta dinámica, donde los favores y los contratos se venden al mejor postor antes de que el primer voto sea depositado. Unas cuantas promesas, un billete bien colocado, y ya está: el futuro de un pueblo hipotecado por unos meses de lealtad comprada. Al final, los elegidos llegan al poder no por méritos ni convicciones, sino por la transacción más básica de todas: el efectivo.
Una vez elegidos, los funcionarios desaparecen tras sus imponentes patios amurallados. Se esconden en sus fortines de ladrillo, lejos de la vista de quienes deberían gobernar. La problemática que agobia al pueblo queda relegada a los murmullos de la calle, mientras ellos se hacen invisibles, intocables. ¿Para qué preocuparse por las carreteras, el agua potable o el desempleo, cuando uno puede disfrutar de la seguridad y el confort de su pequeño feudo privado? De la promesa de ser un líder cercano y accesible, pasamos al silencio de la evasión. Porque la verdadera magia del sectarismo es esta: gobernar sin gobernar.
Lo más lamentable de este sistema es que no solo fracciona a la sociedad en bandos, sino que genera enemistades irreconciliables. Lo que empezó como una diferencia política en una elección local termina transformándose en un resentimiento perpetuo. Las familias, los amigos y las comunidades que deberían unirse para construir un futuro mejor se ven atrapados en un ciclo de odio y exclusión. No hay espacio para la reconciliación, solo para esperar el siguiente turno de poder para ejercer la misma exclusión sobre el adversario.
Lo más tragicómico de esta situación es que los roles se invierten cada cuatro años. Hoy te toca a ti ser el marginado, mañana serás tú quien margine. Y así, seguimos en esta danza política cínica donde las diferencias políticas dejan de ser ideas y se convierten en armas para destruir la cohesión social. ¿Y el progreso? Bien, gracias. Aquí lo importante no es mejorar como pueblo, sino perfeccionar la exclusión del “otro”. Y al final, ni siquiera importa de qué lado estés, porque todos jugamos el mismo juego: aislar, dividir y fraccionar.
Mientras nuestros políticos continúan su eterna rotación de poder, los pueblos de La Guajira permanecen divididos, enfrentados y excluidos. Lo que antes eran diferencias ideológicas ha degenerado en un apartheid social y político, donde las familias se fracturan y las comunidades se encajonan en ghettos políticos. La corrupción preelectoral se encarga de cimentar estas divisiones, y los elegidos, una vez en el poder, desaparecen tras sus muros, aislándose del desastre que ellos mismos han ayudado a crear. Tal vez algún día entendamos que este ciclo de venganza burocrática y sectarismo solo nos aleja más de cualquier posibilidad de desarrollo colectivo. Mientras tanto, sigamos perfeccionando nuestro arte favorito: el sectarismo. Porque si algo hacemos bien, es destruir lo poco que nos queda de comunidad.
Arcesio Romero Pérez
Escritor afrocaribeño
Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI
No no y no, no solo es aca, es en todo lado con contadas exepciones