Juancho, como todo buen caribeño, lleva décadas esperando. Y espera con paciencia tropical, al ritmo de un vallenato de Oscar Gamarra sonando desde un celular de alta gama —comprado con el subsidio que le llegó— y bajo un sol que no da tregua, mientras en la fría capital del país se discuten a puerta cerrada los destinos de una región que más allá de la Medusa de Netflix siempre queda “para después”. Tenemos claro algunos parroquianos que entre el pocotón de inversiones ficticias y las fotos para redes sociales cortando cintas, publicando renders o poniendo primeras piedras, la realidad sigue igual. Pero ahora la espera ha cambiado de tono. Ya no es solo la espera de promesas incumplidas o de obras eternamente en estudio, desde los ministerios. Ahora el Caribe espera más. Y no por capricho, sino por justicia elemental.
Mientras Santa Marta se reseca como hoja en agosto, esperando una solución estructural al agua potable; en La Guajira hacen maromas entre sequías bíblicas y camiones cisterna; lo que no es menos real en las zonas rurales de Córdoba, Bolívar y Sucre donde siguen iluminando su desarrollo a punta de velas administrativas. Móntese en un carro y viaje en una vía terciaria de cualquier lugar de la región, siguen siendo más «terciarias» que vía… eso si desde Bogotá se decide. Decide si hay plata, si hay viabilidad, si hay voluntad. Decide si lo urgente en la región es lo suficientemente relevante para los almuerzos ejecutivos del alto gobierno.
El libreto institucional se repite: primero, una comisión técnica que «reconoce» los problemas; luego, una visita oficial con cobertura mediática; después, promesas de inversión catalogadas como “históricas”; y finalmente, el silencio. Hasta que un nuevo funcionario —por aquello del cambio permanente— vuelva a declarar lo mismo como si fuera novedad.
Otro recurso narrativo frecuente es la exaltación de la resiliencia. Se elogia al campesino que produce sin apoyo, al indígena que resiste sin garantías, al joven que estudia en condiciones precarias. Se celebra esa capacidad de adaptación como si fuera una elección y no una imposición. Y detrás de ese discurso hay un riesgo: convertir el aguante en virtud, y por tanto, en excusa. Si la gente resiste, ¿por qué acelerar el cambio? ¿Por qué incomodar el orden si hay quienes logran sobrevivir con lo mínimo? La resistencia se vuelve argumento para no intervenir con profundidad.
No se trata de negar la fortaleza de las comunidades, sino de dejar claro que la resiliencia no puede reemplazar a la justicia. Adaptarse no es lo mismo que tener garantías. Y resistir no puede ser el único camino disponible.
Así que sí: el Caribe espera. Pero esta vez no con resignación, sino con una mezcla de escepticismo, hastío y una claridad cada vez mayor. Porque aquí ya no se pide que el Estado nos haga el favor: se exige que deje de estorbar.
El problema no es solo que las decisiones se tomen desde Bogotá, sino cómo se toman. En vez de promover la inversión productiva, se premia el clientelismo con subsidios que apenas sostienen la esperanza, pero no resuelven nada. El modelo se repite: “tranquilos, que ahí les mandamos unas ayudas mientras tanto”. Ese “mientras tanto” se ha vuelto permanente. Y el Caribe, como el resto de la Colombia profunda, empieza a notar que eso de «pobre, pero con subsidio» es un ancla, no un salvavidas.
El Estado paternalista nos trata como si fuéramos una finca lejana, llena de primos simpáticos pero incapaces, que necesitan que desde la capital les manden el mercado, la luz y la bendición. Pero se les olvida algo clave: acá hay talento, hay ideas, hay proyectos, y hay gente que se faja cada día para salir adelante. Lo que falta no es voluntad local, es voluntad política nacional.
Mientras se manipule al constituyente primario para que agradezca lo que debería ser un derecho —acostumbrándolo a recibir lo básico para generar gratitud en lugar de reclamo— no va a haber cambios. Por eso es necesario transformar esa lógica. No se trata de conformarse ni de esperar en silencio. Se trata de entender que exigir lo básico no es un privilegio, sino un acto de ciudadanía.
Recuerdo muy bien una anécdota contada por un conductor que presta sus servicios a funcionarios de alto turmequé que llegan desde la capital. Jocosamente relató: “¡Manja! Imagínate que hace un par de años llegó a Riohacha una funcionaria del alto gobierno —de esas bien perfumadas y mal informadas— para ‘conocer de primera mano’ la situación de agua potable en La Guajira. Venía con su combo técnico, tres maletas y cero conocimientos del territorio. Al bajarse del avión, lo primero que preguntó fue si podía pedir un Uber ‘para que la llevara al corregimiento ese… ¿cómo es que se llama? ¿El Pájaro?’”.
La falta de coordinación se notaba: ni sabía que ya la estábamos esperando. Luego de explicarle la situación, se montaron en la camioneta —porque allá lo que hay no son autopistas sino caminos destapados— y a la media hora de viaje, nos detuvimos porque una manada de chivos bloqueaba el paso. La funcionaria, confundida, preguntó si eso era parte del recibimiento cultural o un sistema de transporte novedoso porque el indígena que las arreaba andaba en moto. Ipso facto dio la orden al estilo militar para que se bajaran el fotógrafo, la jefa de prensa, el operador del dron y la asistente personal. Viendo tanta ridiculez junta los interrumpí y les dije que era simplemente la rutina de pastoreo. Risas. Muchas. Hasta que soltó, ya algo sudada: “¿Esto está muy lejos?” A lo que, invocando el legado provinciano de mi abuelo, le respondí: “Así vamos a todo, hasta a votar por ustedes”.
Y ahí, entre la incomodidad y la vergüenza, la funcionaria entendió que lo que para ella era una “visita institucional” para tomarse la foto, para ellos era la vida diaria. Porque eso que en Bogotá llaman “zona rural dispersa” no es un concepto técnico: es la realidad de millones que siguen esperando no limosna, sino inversión con sentido.
El Caribe no está esperando caridad: está esperando que lo dejen avanzar. Que le quiten la traba burocrática, el filtro centralista, el favor con condiciones. Aquí no pedimos que nos regalen el pescado: sabemos pescar, tenemos el mar y hasta el anzuelo… solo que a veces Bogotá decide cerrar la pesca porque no le suena rentable desde su escritorio con calefacción.Pero esto no es exclusivo del Caribe. Desde el Chocó hasta el Caquetá, pasando por el Catatumbo, y ahora incluso en las grandes ciudades como Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla o Cúcuta, la desigualdad territorial se ha vuelto estructural. Las quimeras y fantasías mesiánicas hacen parte del paisaje. Los territorios no solo están lejos geográficamente; están lejos de la agenda real del Estado. La espera se ha normalizado como si fuera parte del trato.
Más allá del discurso, hay regiones donde el tiempo parecía moverse más lento y ahora está inmovilizado. No por romanticismo, sino porque las condiciones básicas nunca llegan. En Uribia, las comunidades wayuu siguen caminando largas distancias por agua. En el sur de Bolívar, se siguen prometiendo redes eléctricas que no se ven. En Tumaco, cada invierno borra las vías, y cada borrón reinicia las promesas.
Mientras tanto, en el centro del país se discuten reformas, marcos normativos y planes estratégicos. Pero en los territorios, se discute si esta semana habrá atención médica, si el profesor llegará o si la señal de celular aguantará para una llamada. Es una conversación distinta, con urgencias diferentes.
La descentralización no es una cortesía: es una necesidad si queremos que este país deje de girar sobre sí mismo como ruana en lavadora. Ya es hora de reconocer que el Caribe no es un apéndice del mapa, sino parte del corazón. Un corazón que bombea cultura, energía, turismo, agroindustria, ideas, y sí, también dignidad. Una dignidad que no cabe en PowerPoints ministeriales ni en planes de desarrollo que llegan tarde y mal.
La resiliencia caribe ha sido tan celebrada que ya parece un castigo. Nos aplauden por aguantar, resistir, sobrevivir… pero no por vivir con dignidad. Como si adaptarse a la escasez fuera un talento y no una condena.
En el fondo, este Caribe cansado sigue esperando cosas básicas que en otras regiones ya se volvieron paisaje: agua que no huela, luz que no falle, salud que no mate y colegios diseñados a esta medida, no como los que hacen con normas técnicas para frio.
Y si no es mucho pedir… que la próxima vez que manden a alguien del gobierno, al menos le enseñen a distinguir un chivo de una moto. Porque así, entre risas y polvo, también se hace patria.
Adaulfo Manjarrés Mejía