EL CONFLICTO, EN EL CENTRO DE LA DISCUSIÓN

¿Cómo puede alguien atribuirse esa altísima ambición de ser apóstol de la paz, si exacerba a cada instante los ánimos de la gente? ¿Si con el sonido ronco de sus trasnochadas convicciones, rompe cada hora la armonía y la colaboración equilibrada entre el estado y el empresario, ese hombre libre que busca abrirse paso por la vida mediante el ejercicio constante de su actividad productiva?

¿Cómo queremos una paz conseguida a base de un estado sobredimensionado y sobrecargado de tareas, que no es ni ha sido capaz de cumplir en ninguna parte del mundo, bajo ningún régimen democrático?

¿Cómo podemos aceptar que desde la clandestinidad se nos dicte la estructura de un nuevo proceso de negociación con todo tipo de grupos delincuenciales, que deja expósitos a los que sostienen este país sobre los hombros de su trabajo honrado?

Es indispensable repasar lo que nos ha llevado hasta este momento de nuestra vida republicana. No fue un sancocho cualquiera el que hizo “tirofijo” hace sesenta años para festejar uno sus tantos desmanes contra la gente de bien, la gente campesina y común y corriente que no quería violencia. Pasó de ser un alzado en armas en contra del acuerdo del Frente Nacional, que pactó la paz entre conservadores y liberales, a ser un seudo rebelde sin más oficio que asaltar caminos y caminantes.   Posteriormente, bajo la marca “farc”, se mudó a ser sable subversivo de la Unión Soviética -URSS- y Cuba en su afán de exportar el comunismo. De ahí se crearon otros movimientos insurgentes, que completaban el macabro espectro del marxismo-leninismo. Lo particular es que se acabó la URSS por ineficiente y represora, Cuba perdió todo rumbo revolucionario y se dedicó a pisotear a su gente, y mientras tanto las guerrillas colombianas siguieron con el mismo discurso. Sin refuerzo financiero internacional, se apalancaron en la extorsión, el secuestro, las pescas milagrosas y posteriormente el narcotráfico para sostenerse y alterar la vida de Colombia. Tirofijo murió de viejo, y mató sesenta años de esperanzas de desarrollo.

¿Y de dónde salía esa perorata de la necesidad de sublevarse? Es carreta que la desigualdad sea la razón de ser del levantamiento armado. En muchos países se presenta esa circunstancia y sin embargo no hay guerrillas que alteren el orden público como lo han hecho en el nuestro. ¿Es la corrupción la que los lleva a buscar el poder para eliminar su efecto torcido? Tampoco. Han tenido ocasión de influir en las decisiones importantes del país en varios momentos, como en la constituyente de 1991 y como en la llegada al congreso luego del acuerdo de un sector de las farc con el gobierno Santos, sin que se sepa de alguna iniciativa que hayan tenido para darle curso institucional y legal a la contención de este flagelo.

Es innegable el enorme daño que un conflicto tan prolongado le hace a la nación. Tanto como el desinterés o indiferencia del régimen por fortalecer la presencia estatal en zonas rurales, lo que les ha permitido a las guerrillas andar a sus anchas por una buena parte del territorio nacional.

Por ello, y de distintas maneras, los gobiernos han buscado acordar unos términos con los subversivos para modo de concluir el enfrentamiento. Hemos pasado de mandatos que fortalecen la acción militar para debilitarlos y llevarlos al terreno de los diálogos, a otros que restringen la acción de las fuerzas armadas para mostrar ánimo conciliatorio. Otros, a su vez, no les ven voluntad de pactar y optan por el camino duro del recrudecimiento del choque militar.

La guerra es costosa. No solo en vidas humanas y en el freno a la productividad, sino también en el elevado gasto militar que implica. Nos sobran expertos en negociación con las guerrillas y nos faltan sabihondos en poner en práctica la acción gubernamental que estimule el crecimiento con justicia social en nuestras regiones que nos hacen un país tan diverso como hermoso.

Es difícil sin embargo hacer la paz con quienes tienen como enemiga a la democracia. Con quienes carecen de voluntad, mientras atesoran cada día más los réditos de su tráfico de estupefacientes, a base de control de zonas estratégicas. El Cauca y algunos municipios importantísimos del Valle, Nariño y los departamentos limítrofes con Venezuela, son las vías expeditas para la movilización de sus productos ilícitos. Otro tanto sucede en el litoral caribe, horizonte enorme para llegar al mundo consumidor de miseria drogadicta.

Nadie que aspire a la presidencia piensa que es un tema fácil, pero que nos digan lo que van a hacer para saber a qué atenernos. Y que luego hagan lo que dijeron, una petición elemental en términos éticos, pero dudosa en materia política.

En todo caso, debe ser diferente a lo que observamos hoy día. No veo a Colombia   extendiendo la estructura actual de los acercamientos con tan variado grupo de insurgentes y delincuentes. El actual gobierno quiere montarnos en el carro destartalado de sus ambiciones sin asidero real ni norte razonable para apartar ciertos personajes de las condenas merecidas por delinquir. No queremos eso, es evidente, pues este trámite se suma a los factores de desidia en gobernar que contribuyen al deterioro de la imagen presidencial como lo vemos mes a mes.

La solución del conflicto es el multiplicador en la ecuación de despegue del potencial nacional. Alrededor de ese objetivo han girado infinidad de visiones y esfuerzos de todos los sectores nacionales. Y ha sido la gente de centro, aquella que no abandera partidos ni tiene matrículas ideológicas, la que define quien nos gobierna cada cuatro años. Aburridos, fastidiados incluso, con los ires y venires de los recientes mandatarios, eligieron a Petro presidente de izquierda, convencidos de que había que darle oportunidad a esa línea de pensamiento. Nunca es tarde para repasar lo que nos enseñaba S. Zweig: “No son las ideas las que deciden en la historia, sino los hechos”. Y estos últimos nos permiten concluir que fue un giro inconveniente el que se dio, por lo que explorar caminos distintos se torna una señal de la historia para la gente.

Nelson R. Amaya

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