Cada día los medios de comunicación de todo el mundo centran sus noticias en acciones humanas vinculadas con el mortífero uso de las armas. Son noticias que nos hablan del envío de inmensos lotes de sofisticados artefactos destructivos por parte de aquellos Estados involucrados en la guerra entre Rusia y Ucrania. Otras informaciones registran las periódicas matanzas que cometen individuos alucinados en las escuelas y sitios de trabajo en los Estados Unidos. Estos sucesos dolorosos han perdido su carácter extraordinario en la medida en que la humanidad contemporánea pierde también su capacidad de asombro. Ello nos muestra cómo las armas junto con otros artefactos fluyen de manera incesante y cotidiana, como los alimentos, en el circuito de las cosas del mundo
Colombia no es la excepción. A través de décadas de violencia y del auge de los cultivos ilícitos el país ha sido percibido como un destino que dispone de un inmenso mercado de armas. Con frecuencia la atención oficial y ciudadana se centra sobre la estructura de los grupos armados y mucho menos en la dinámica creciente del comercio de este tipo de artefactos letales”. Al respecto Indepaz ha señalado que “el control de las armas de fuego es clave en la discusión sobre seguridad y convivencia, pues las armas no solo sirven para cometer homicidios, sino que tienen un efecto multidimensional, como la intimidación y la amenaza”. Para este ente de investigación “la visión de la cadena completa —desde el mercado, pasando por la oferta, comercialización local, internacional y los distintos tipos de consumidores— es un ejercicio pendiente.
Una secuela de nuestro prolongado conflicto ha sido la existencia de vastos campos minados que afectan tanto a militares como a la población civil. La naturaleza y agencia de las minas merece una atención especial. Como todas las cosas del universo estas no tienen una existencia aislada porque dependen siempre de los humanos, aunque también necesitan de otras cosas, de sustancias y seres.
El antropólogo británico Alfred Gell tomando ejemplos del campo del arte, pero también de la guerra, como es el caso de las minas terrestres, considera que algunos objetos no son agentes “autosuficientes”, sino solo agentes “secundarios” junto con ciertos asociados humanos específicos. Quienes sembraron las minas pueden hoy haber abandonado las armas e, incluso, estar muertos, pero estos artefactos mortíferos pueden mantener un tipo de agencia secundaria causando mutilaciones y muertes. Un agente, afirma este autor, “es uno que hace que los eventos ocurran en su vecindad”. Los agentes, inician “acciones” que son “causadas” por ellos mismos, por sus intenciones, no por las leyes físicas del cosmos.
Las armas importan porque se hallan inmersas en relaciones de dependencia que existen entre los humanos y las cosas. Un hombre wayuu curtido en conflictos interfamiliares indígenas me contaba que en un homicidio el arma de fuego participa en un intercambio de sustancias materiales e inmateriales entre esta y la víctima. En el cañón de ella queda un poco del alma de la persona muerta, afirmó. Por ello cuando hay arreglos de paz lo primero que se pide es el arma con la que se perpetró el homicidio. Esta no se conservará para el uso destructivo con el que fue concebida por su fabricante o por su anterior portador. Se pide justamente para sacarla de los circuitos de las cosas del mundo en donde ella, como muchos objetos que fluyen e interactúan con otras cosas y entidades, puede mantener un carácter hiriente.
El país debería reflexionar más acerca del comercio y tráfico de armas en su territorio como alimentador de la violencia prolongada Se debe estudiar más acerca de los vacíos que existen en nuestra legislación y no dirigir sus acciones solo sobre el consumidor final. Una tarea es la identificar todos los españoles de esa mortífera cadena. Pensar en todo lo que hemos aprendido acerca de la ambigüedad ontológico de estos artefactos puede contribuir también a su eliminación o reducción.
Weildler Guerra Curvelo