EL PAÍS QUE SOMOS CUANDO BAJAMOS LA VOZ

Los domingos tienen algo que la política ha olvidado: pausa.

Son el único día en que el ruido baja, las certezas se aflojan y las preguntas importantes esas que evitamos de lunes a viernes se sientan a la mesa con nosotros.

Quizás por eso este sea el mejor día para preguntarnos qué país estamos construyendo cuando nadie está gritando.

Colombia vive cansada. No solo cansada de la violencia o de la crisis económica, sino de una política que se volvió espectáculo, insulto, trincheras morales. Nos acostumbramos a vivir en alerta, a elegir bando antes que soluciones, a defender identidades políticas como si fueran equipos de fútbol. Y en ese ruido permanente, perdimos algo esencial: la capacidad de escucharnos.

No es apatía lo que recorre al país. Es agotamiento.

Agotamiento de los extremos que prometen redención mientras reparten miedo. Agotamiento de los liderazgos que confunden carácter con grito, firmeza con soberbia, cambio con revancha. Agotamiento de una narrativa que nos obliga a odiar para pertenecer.

Este domingo quiero hablarle a esa Colombia silenciosa que no sale en titulares. A la que trabaja, cuida, resiste. A la que no tiene tiempo para pelear en redes, pero sí para sostener un hogar, un barrio, una escuela, una comunidad. Esa Colombia que no se siente representada por el ruido, pero tampoco por la indiferencia.

Porque el país no se divide solo entre izquierda y derecha. Se divide entre quienes gritan y quienes piensan.

He recorrido territorios donde la política no se discute en ideologías, sino en problemas concretos: agua, salud, empleo, educación, seguridad. Allí nadie pregunta quién tiene la razón en Twitter; preguntan quién va a cumplir. Nadie exige épica; exigen coherencia. Nadie quiere salvadores; quieren instituciones que funcionen.

Tal vez el verdadero cambio que Colombia necesita no sea un salto al vacío ni un regreso al pasado, sino algo más difícil y más valiente: madurar como sociedad. Entender que la democracia no se fortalece con líderes mesiánicos, sino con ciudadanos exigentes. Que gobernar no es imponer, sino concertar. Que la decencia no es tibieza, sino una forma profunda de coraje.

Este país no está roto. Está herido. Y las heridas no se curan a los gritos, sino con cuidado, verdad y responsabilidad compartida.

Los domingos nos recuerdan eso. Nos recuerdan que antes de ser electores somos personas. Que antes de ser adversarios somos vecinos. Que antes de ser etiquetas somos historias.

Quizás Colombia no necesita hoy una voz más fuerte.

Necesita una voz más clara.

Una que no prometa milagros, pero sí trabajo serio.

Una que no divida para ganar, sino que convoque para gobernar.

Una que entienda que el futuro no se construye desde el resentimiento, sino desde la responsabilidad.

Este domingo, mientras el país baja la voz, tal vez podamos escucharnos mejor.

Y descubrir por fin que la esperanza no hace ruido, pero camina.

 

Juana Cordero Moscote 

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