El pasado 18 de marzo una mujer de 57 años fue arrestada en el condado de Lake, en la Florida, acusada de crueldad contra un animal. Los hechos que motivaron su arresto sucedieron en diciembre del año pasado cuando Alison Agatha Lawrence llegó al aeropuerto de Orlando con el propósito de viajar a Colombia. Ella iba acompañada de su perro, un schnauzer blanco miniatura. Lamentablemente, no llevaba la documentación exigida en la terminal aérea para transportar a dicho animal. Como le fue imposible llevar a su acompañante canino con el que había convivido durante nueve años decidió sacrificarlo. Lo condujo hasta un baño y le causó la muerte por ahogamiento. Una vez liberada de su impedimento pudo continuar su viaje con tranquilidad. Al fin y al cabo, quizás pensó que solo se trataba de un perro.
Comprender las causas que originan la crueldad humana hacia los animales es una perseverante tarea en distintas disciplinas. El sociólogo norteamericano Arnold Arluke escribió hace varios años un libro llamado Just a Dog, en el que busca comprender estos comportamientos. Durante su investigación el autor entrevistó adolescentes, acumuladores de animales, funcionarios encargados de investigar los abusos, dueños de refugios de protección animal y trabajadores de laboratorios científicos, entre otros grupos relacionados con esta situación.
Mientras que casi todo el mundo quiere saber por qué los abusadores lesionan a los animales las explicaciones de quienes practican estos comportamientos son sorprendentemente escuetas y carentes de complejidad. “Fue por pura curiosidad”, declaran, después de haber quemado a un gato. “Solo se trataba de un juego”, afirman después de haber molido a palos a un perro. Dar muerte a un animal puede ser considerado por algunos adolescentes como un rito de iniciación. Los acumuladores de animales mantienen decenas de perros en condiciones de negligencia extrema: sucios, en hacinamiento y en pésimas condiciones de alimentación. “Es para protegerlos”, se justifican, y culpan al resto de los ciudadanos de no hacer donaciones ni estar suficientemente comprometidos con su cuidado.
Estas explicaciones reflejan una sociedad que se muestra confundida acerca de la naturaleza de los otros animales. Al parecer no somos conscientes de nuestra propia animalidad y levantamos una profunda e insalvable barrera ontológica entre ellos y nosotros. En ocasiones se les ve como parientes cósmicos y se les concede un alto estatus moral, en otras se les percibe como artefactos prescindibles o coleccionables. No olvidemos que el término mascota proviene del provenzal mascotte, que significa amuleto. Una vieja creencia popular era la de que los animales de compañía aportaban buena suerte a sus dueños.
La indignación ciudadana contra el maltrato animal es siempre espasmódica y fugaz. Suele centrarse en un individuo animal y no en la especie. Se disipa comúnmente con argumentos banales como el de afirmar que mientras mueren miles de humanos diariamente algunos le conceden demasiada importancia al ahogamiento de un can. “Es solo un perro”, dice un coro tan extenso como insensible.
Deberíamos recordar que el Homo sapiens es una entre numerosas especies animales que habitan en este planeta. Dejamos de lado que somos seres vivos conectados genealógicamente con diversas especies y no solo con los primates. En centenares de miles de años hemos registrado una compleja secuencia de trasformaciones morfológicas y de comportamiento. También hemos transformado a otros seres vivos y sintientes, entre ellos a los perros. Cuando menospreciamos la vida de un perro devaluamos a la vida misma. Ello incluye a la vida humana. El término perro suele extenderse a humanos en situaciones de pobreza económica y carencia de derechos. Su segregación social e incluso su propia eliminación física puede justificarse con una metáfora cruel e infame: “solo es un perro”.
Weildler Guerra Curvelo