Quienes nacimos en noviembre en el Caribe colombiano somos frutos de carnaval. Sacando la cuenta nueve meses hacia atrás, la coincidencia es simple: el jolgorio abunda y alborota, las parrandas y las festividades llevan al borde de la alegría y las consecuencias, obvias.
Le he preguntado con alguna frecuencia a mi madre si recuerda algo especial de esos carnavales riohacheros, con buenas verbenas y los pitos de la orquesta local, cuando los acordeones aún reposaban en sus cajas. Evita la conversación con toda la discreción que puede y cambia radicalmente el tema hacia uno religioso, cuando el domingo de carnaval los embarradores se daban gusto con quienes salían temprano de misa en la capilla de los Capuchinos del parque Federmann en Riohacha.
Mis estadísticas, manipulables como todas (ver aquellas que indican que nos vamos a destruir como planeta por culpa del CO2), me confirman que la abundancia de esos frutos en nuestra región es mucho mayor que en las otras de la Colombia variada que conformamos. Muchos nacidos en este glorioso mes parecemos traer en nuestros ADN la leyenda y el entusiasmo de la concepción carnavalera. No conozco novembrino que sea aburrido, pasmado o ajeno al alboroto de la buena música y la charla desprevenida. Irreverentes, desprendidos, conversadores, a veces nos pasamos de sociables con personas más dadas al reposo y el silencio. Pero les aseguro que es de buena fe.
Lo que para muchos es un defecto, para otros puede ser una cualidad: lisos como un patín, entablamos diálogo con quienes hacen fila en las cajas de supermercados, reímos sin restricción y apoyamos causas nobles con desprendimiento. Los defectos, que los narren otros.
Eso no nos priva de analizar siempre el momento. Avanzar en la vida comporta una combinación de certezas e incertidumbres, a las que los novembrinos le ponemos también muchas ilusiones. Las certezas salen de la actitud con la que enfrentemos los momentos. Las incertidumbres, de los resultados que podamos conseguir. Y las ilusiones, de la bondad con la que trabajemos y que nos ayude a ser capaces de reaccionar a consecuencias con bríos para superar inconvenientes.
El avance es irreversible. Los cambios, inevitables. Algunos los sentimos más que otros, independientemente de si su impacto es positivo o negativo. Para ambos, la conciencia y el modo de mirarlos nos hace más o menos alegres, más o menos tristes. Es imposible no pasar al tablero de las emociones las veces que los cambios nos acongojan o nos divierten. También es imposible pretender que los cambios sean solo consecuencia de nuestro actuar, pues el condicionamiento del medio y de nuestra condición de animal social nos imponen muchas veces realidades imprevisibles. A algunos los ayuda la fe para apalancar la manera de enfrentar la vida y sus avatares. Para algunos otros, el conocimiento y la reflexión les da la pauta de la observación vital. No son excluyentes, ni mucho menos. En muchos casos su complementariedad es el gran soporte para el transcurrir de los años. Que no son más que la suma de instantes y la resta de ocasiones pérdidas o desaprovechadas. Para volver la tristeza un pedazo moldeable de sensatez y realidad, de turbaciones y sosiegos. Y darle, a su vez, a la alegría un aprovechamiento desbordado, para mi gusto, ya que siempre son menos esos hechos que nos la generan. Soltar amarras de amarguras y recuerdos tristes. Asirnos a las cortas cuerdas de la felicidad y esperar con paciencia el próximo carnaval. Claro que el nuestro es una fiesta permanente, una entonación de guitarras y voces de ánimo y buena actitud.
Coexisten otras conductas o estilos de vida. Pero prestaremos sin egoísmo nuestros hombros risueños a las cabezas cansadas de trasegar dificultades. Tenemos las nuestras. Enturbian a ratos el navegar. Pero las hemos de bandear con ritmo y danza sobre las olas.
Ni modo. Somos novembrinos.
Nelson Rodolfo Amaya