No hemos sido capaces de dotar a toda Colombia de los elementos básicos que nos harían una nación en progreso, con equilibrio entre sus regiones y sus poblaciones.
El tema está de nuevo sobre el tapete colectivo, con unas visiones enfrentadas de muchos de los técnicos exministros de hacienda y la mayoría del congreso. Los primeros tildan de holocausto el proyecto de acto legislativo que aumenta el porcentaje del sistema general de participaciones y sus competencias respectivas a los entes territoriales, mientras que los segundos consideran que Colombia le debe a sus territorios una autonomía mayor para atender sus necesidades básicas insatisfechas.
Los argumentos de unos y otros giran sobre los mismos temas, algunos de ellos la sostenibilidad fiscal, la eficiencia en el gasto público, la desigualdad regional, el impacto económico de largo plazo y la presión sobre la economía en general.
Cada uno acude a las estadísticas que justifican sus argumentos, por lo cual mal haría en comenzar a buscar las mías, como soporte de cualquier lado de la balanza que escoja.
Lo cierto es que una de las razones por las cuales tenemos unas enormes desigualdades sociales, gigantescas diferencias entre ricos y pobres, entre citadinos y rurales, entre poblaciones grandes y pequeñas, es precisamente consecuencia de la manera como se ha manejado la economía nacional y subnacionalmente.
La historia nos ha hecho saltar de unas constituciones centralistas a unas menos centralistas. Es nuestra la inveterada costumbre de hacer recaer en las normas lo que como colectividad no podemos solucionar. No hemos sido capaces de que la deliberación y definición entre las competencias asignadas al gobierno central y a los departamentales y municipales se acompañe de los recursos necesarios para brindar el bienestar ciudadano requerido para salir de donde estamos.
De ahí que hablo de incompetencias de gobierno, pues la construcción de país nos ha quedado grande a todos, absolutamente a todos, para favorecer a cada miembro de nuestras comunidades con la gestión del estado, pues es esa la razón primordial actual de su existencia. Urbi et orbi.
Como siempre, el tema no es lo que hemos hecho si no lo que nos falta por hacer. El cuarenta por ciento de los colombianos habitan en poblaciones pequeñas, municipios de menos de 100 mil habitantes, la gran mayoría de los cuales no cuentan con los elementos básicos de salubridad, educación de calidad e infraestructura sanitaria. La bondad del estado desaparece cuando se espulga la eficacia de la asignación de recursos para los habitantes de estas localidades. Y desaparece también el espíritu de la descentralización establecido en la constitución política, tal como nos lo recuerda el académico Carlos Rodado Noriega, con una afirmación tan categórica como ésta: “Los pueblos sobrellevan hasta cierto punto la pobreza, pero no toleran la desigualdad en bienes esenciales”.
La realidad es que con la disminución de la progresividad de transferencias del sistema general de participaciones -SGP- tal cual funciona hoy, no habrá manera de que los entes territoriales puedan acometer la atención de los servicios que la constitución de 1991 entendió que solo les podían llegar si se les pasaba la competencia y los recursos para atenderlos.
El fácil hacer el inventario de la deuda nacional, del costo de las pensiones con cargo al erario, de la defensa de nuestras fronteras, en fin, de la carga nacional por los servicios estatales. Pero esa contabilidad, la suma de cuanto les vale a los colombianos atender los servicios básicos mencionados arriba, no se ha hecho. Es el 40% de nuestra población. Es el país que se destruye por la observación que todos hacen de que irse a la ciudad es contar con la esperanza de disponer con servicios que nunca les llegarán en sus pueblos. Es el impulso despiadado por urbanizar al país, cuando necesitamos precisamente lo contrario, que la ruralidad se mantenga, compensándola con la dotación de lo indispensable para el desarrollo humano. La paz está en las zonas rurales bien atendidas. La paz no está en unas curules en el congreso que se le otorgaron como simbolismo de reconciliación a una porción de las farc que convino firmar un acuerdo endeble. La paz llega con los buenos colegios en el campo, con la salud al alcance de la gente, no al alcance de los decretos confiscatorios del sistema que expide sin remilgos este gobierno. La paz está en el gas para esa gente, que evite que tengan que cortar árboles para hacer leña y cocinar. La paz está en la fortaleza de la responsabilidad regional con su propio destino.
Lo de hoy es inefectivo. Hay que cambiarlo. Con la gradualidad que facilite su implementación, pero con la convicción de que es lo mejor para todos los colombianos. Con la pausa que lo haga ordenado, pero como una medida sin reversa frente a la autonomía de la que deben gozar los pueblos, nuestras regiones variadas, disímiles, necesitadas de acción estatal que supera sus capacidades.
Cambiemos la incompetencia nacional para arreglar el país, por una modificación a las competencias y un fortalecimiento de la autonomía regional.