JUVENTUD Y VIOLENCIA EN COLOMBIA: UNA MIRADA REFLEXIVA

La juventud representa una etapa crucial del desarrollo humano, en la que se construyen las bases para la identidad, los proyectos de vida y la participación activa en la sociedad. Sin embargo, en Colombia, un número significativo de jóvenes se ve atrapado en dinámicas de violencia que afectan no solo su presente, sino también sus posibilidades de futuro. Este fenómeno, complejo y multicausal, invita a una reflexión profunda sobre las condiciones estructurales, sociales y culturales que lo alimentan, así como sobre las responsabilidades compartidas de la sociedad para transformar esta realidad.

Uno de los factores más relevantes en la vinculación de los jóvenes a la violencia es la desigualdad social. Colombia es un país con marcadas brechas económicas, educativas y territoriales. En zonas donde el Estado está ausente o su presencia es débil, grupos armados, bandas criminales o estructuras del narcotráfico se convierten en opciones de poder y sustento económico para jóvenes sin acceso a educación de calidad, empleo digno o espacios de participación. La falta de oportunidades genera un caldo de cultivo para que la violencia se naturalice como parte de la cotidianidad.

Asimismo, muchas veces estos jóvenes no ingresan a dinámicas violentas por elección libre, sino por cooptación, presión o necesidad. En lugares donde la pobreza extrema convive con la presencia de actores armados, es común que se imponga una lógica de “sobrevivir o desaparecer”. La violencia entonces deja de ser solo un acto individual y se convierte en una consecuencia de un entorno social degradado. Jóvenes reclutados por grupos ilegales, adolescentes que portan armas o que participan en delitos como el microtráfico, no deben ser vistos únicamente como victimarios, sino también como víctimas de un sistema que les ha fallado.

A este contexto se suma una crisis de sentido y pertenencia. La descomposición del tejido social, la falta de referentes positivos y la pérdida de confianza en las instituciones alimentan un sentimiento de abandono y desilusión. Para muchos jóvenes, el acceso a la justicia es limitado o inexistente, y sus derechos fundamentales no son garantizados. Esto genera una sensación de exclusión que puede llevarlos a buscar reconocimiento y poder en otros escenarios, aunque estos impliquen la transgresión de normas y leyes.

El rol de la familia también es clave. Las dinámicas de violencia intrafamiliar, el abandono parental y la falta de acompañamiento emocional impactan directamente en la salud mental de los jóvenes. La ausencia de vínculos afectivos estables puede incrementar el riesgo de que busquen en las pandillas o grupos ilegales un “hogar sustituto”, donde se sientan valorados o protegidos, aunque sea dentro de una estructura violenta.

No se puede obviar el papel de los medios de comunicación y las redes sociales, que muchas veces glorifican la violencia, el dinero fácil y las figuras criminales. La cultura del “traqueto”, por ejemplo, exalta estilos de vida que promueven la ilegalidad y el poder a través de la intimidación y la riqueza mal habida. Esta narrativa, sumada a la ausencia de alternativas culturales y recreativas, influye en la construcción de imaginarios distorsionados del éxito y la masculinidad, especialmente en contextos urbanos y periféricos.

Frente a esta realidad, la respuesta no puede ser únicamente punitiva. Si bien el Estado debe garantizar la seguridad y aplicar la ley, es fundamental que se prioricen políticas públicas integrales que aborden las causas estructurales de la violencia juvenil. Programas de educación inclusiva, acceso al arte, la cultura y el deporte, proyectos productivos y oportunidades laborales para jóvenes en riesgo, son estrategias que han demostrado ser efectivas para transformar sus entornos y proyectos de vida.

También es urgente fortalecer el acompañamiento psicosocial y promover espacios de diálogo intergeneracional donde los jóvenes puedan expresarse, participar en la toma de decisiones y sentirse escuchados. La construcción de paz en Colombia pasa necesariamente por devolverle a los jóvenes su papel de protagonistas del cambio social.

En conclusión, los jóvenes involucrados en hechos de violencia en Colombia no pueden ser estigmatizados ni tratados únicamente como delincuentes. Son reflejo de un país que aún tiene deudas históricas en materia de equidad, justicia y protección de la infancia y la juventud. Transformar esta realidad exige un compromiso colectivo donde Estado, comunidad, familia y sociedad civil trabajen juntos por ofrecer alternativas reales de vida, dignidad y futuro a quienes hoy están siendo arrastrados por la violencia. Solo así podremos hablar de una paz duradera e incluyente, con los jóvenes en el centro de la esperanza.

 

Sait Ibarra Lopesierra

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