Se viene incubando una crisis energética de grandes proporciones a nivel global, la cual tiene como trasfondo la emergencia climática. Esta se originó en el exacerbamiento y las mayores concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera, siendo el principal de ellos el dióxido de carbono (CO2), aumentando la probabilidad de que se desaten fenómenos meteorológicos extremos de inviernos más fríos y veranos más calurosos.
Como es bien sabido, la principal fuente emisora de GEI son las energías de origen fósil provenientes especialmente del carbón, el petróleo y el gas natural, las cuales participan con el 80% de la matriz energética global. Se destaca la generación de electricidad con el 21.3% de las emisiones como el mayor responsable de las mismas.
Según la Agencia Internacional de Energía (AIE), las emisiones de GEI provenientes de las centrales de generación de energía eléctrica fogueadas con carbón representan el 41% de la totalidad de las emisiones del sector eléctrico. Por ello, plantea el investigador del reputado Instituto Climate Analytics de Alemania que dichas plantas generadoras “deben desaparecer de aquí a un par de décadas”. Según él, ello significaría cerrar dos centrales de generación a carbón cada tres semanas en la Unión Europea o una por semana en China.
Hoy por hoy, China con el 53% tiene la mayor participación en el mundo de generación eléctrica a partir del carbón y paradójicamente es, a la vez, el mayor fabricante del mundo de paneles solares, turbinas eólicas y vehículos eléctricos, así como el mayor mercado para los mismos. No es de extrañar, entonces, que China sea el principal consumidor de carbón térmico del mundo.
Y, aunque el 90% de su aprovisionamiento de este mineral es local, debido a una serie de medidas del gobierno que preside Xi Jinping su extracción ha mermado y los inventarios resultan insuficientes para satisfacer la demanda. En efecto, China está ante una gran encrucijada: una gran demanda de energía, al tiempo que las restricciones medioambientales impuestas, afectando la producción de carbón y al consumo del mismo, para cumplir con la meta de descarbonización, alineada con el Acuerdo de París, son señales contradictorias que entran en un conflicto no resuelto.
Según analistas de Morgan Stanley, “el bajo inventario de los productores independientes de energía ha impulsado rápidamente la demanda de almacenamiento de carbón, lo que ha provocado picos de precios del carbón en un período estacionalmente débil”. Cabe destacar que en seis de los más importantes grupos generadores de electricidad chinos sus inventarios han bajado un 31.5% respecto al 2020, que fue un año atípico por la pandemia y se encuentran en niveles que no se habían registrado desde 2017. Es tal el desespero que, según el Consejo de Electricidad de China, las empresas están dispuestas a comprar el carbón que requieren con urgencia a “cualquier precio, para garantizar la calefacción y la generación de energía en invierno”. En efecto, la presión de la demanda ha empujado los precios del carbón térmico a alzas que superan el 300%, cotizándose hasta los US $166 la tonelada.
Y ello ocurre en momentos en los que la economía china salía del letargo provocado por la pandemia y el ritmo de su crecimiento en el primer semestre de este año registró el 12.7%. La incapacidad de satisfacer la demanda de energía amenaza con dar al traste con la reactivación de su economía, expuestas como están a cortes de suministro y racionamiento del servicio de energía su aparato productivo.
Y no hay que olvidar que China, pese a los recientes avatares y desencuentros con la administración Trump y su nacionalismo ultramontano, sigue siendo la fábrica del mundo. De modo que el impacto de esta perlesía de la actividad fabril está repercutiendo en el resto del mundo, empezando por la Unión Europea, que es donde primero se ha sentido la disparada de los precios internacionales del acero, superior al 75% y el aluminio, así como la cerámica, el vidrio y el cemento.
Con la relocalización de muchas de sus empresas en China, la economía de la Unión Europea depende en gran medida de la economía del gigante asiático, al punto de convertirse en la locomotora que jalona su crecimiento. Muchas partes, componentes, circuitos integrados, microchips de los cuales se surten empresas europeas y estadounidenses son producidos en China, de modo que la parálisis a la que están expuestas sus factorías afectan la cadena de suministros, especialmente en tratándose de las empresas tecnológicas, repercutiendo además en sus costos y precios de mercado. Al fin y al cabo, China sigue siendo la gran fábrica del mundo.
Es patético el caso de la industria automotriz europea. Marcas tan emblemáticas para sus países como el Volvo sueco o el BMW alemán son fabricados exclusivamente en China. Sólo el 3% de los autos que circulan en Europa se fabrican en el viejo continente y actualmente importan desde China 50.000 vehículos al año. Huelga decir que China es el principal mercado para muchos fabricantes europeos.
Amylkar D. Acosta M[1]
[1] Miembro de Número de la ACCE