LA GUAJIRA: EL AROMA OLVIDADO DEL CAFÉ

Cuando pensamos en café colombiano, la mente suele volar hacia el Eje Cafetero, con sus montañas verdes y sus paisajes de postal. Pero hay una verdad que ha quedado sepultada en el polvo de la historia: el Caribe colombiano y en particular La Guajira fue una de las primeras puertas de entrada del café a Colombia.

En 1778, el gobernador Antonio de Narváez y La Torre recomendó sembrar café en la jurisdicción de Santa Marta y Río Hacha. Y hacia mediados del siglo XVIII, los capuchinos ya experimentaban con el grano en la Sierra Nevada. Fue por Riohacha y sus redes comerciales controladas en buena medida por el pueblo wayuu que llegaron las primeras semillas, acompañadas por colonos franceses y genoveses que, desde Martinica y Curaçao, trajeron el aroma que hoy identifica a Colombia en el mundo.

Los nombres de Joaquín de Mier, Pedro Cothonié y François Dangon se repiten en documentos y relatos de época. De Mier levantó en Minca un cafetal de 100.000 árboles y contrató a decenas de genoveses para trabajar la tierra. Dangon, llegado a Riohacha desde Martinica en 1840, sembró 80 hectáreas en Villanueva, en la Serranía del Perijá. Fueron pioneros, soñadores y empresarios que intuyeron el valor de un grano que apenas empezaba a conquistar Europa.

François Dangon llegó a Riohacha hacia 1840, procedente de Martinica, cuando el Caribe era el laboratorio agrícola de las Antillas francesas. En Martinica había conocido los experimentos exitosos con café que los franceses habían traído desde Oriente a principios del siglo XVIII, y trajo consigo esa visión empresarial al litoral guajiro.

Instaló sus primeras siembras en “El Toro”, un paraje ubicado en la Serranía del Perijá, en jurisdicción de Villanueva, donde cultivó cerca de 80 hectáreas de cafetales. Era un tamaño considerable para la época, lo que mostraba no solo iniciativa, sino confianza en la tierra y en el clima de la región.

El geógrafo y viajero francés Élisée Reclus, quien visitó la región en 1855, elogió el empuje colonizador de Dangon, destacándolo como ejemplo de cómo los inmigrantes europeos estaban transformando los paisajes del Caribe colombiano. Sus cafetales no eran un experimento menor: se convirtieron en un referente que atrajo a otras familias —Mestre, Cotes, Villazón, Baute—, que poco después expandieron el cultivo hacia Manaure, Atánquez y Pueblo Bello.

Su proyecto, sin embargo, no estuvo exento de dificultades. La ausencia de infraestructura, las limitaciones en transporte y la inestabilidad política del siglo XIX hicieron que muchos de estos cafetales enfrentaran retrocesos. Aun así, el legado de Dangon fue abrir camino a una caficultura en la frontera norte del país, donde hasta entonces predominaban el comercio de ganado, perlas y contrabando.

Gracias a él, Riohacha y la Serranía del Perijá quedaron inscritas en la memoria cafetera de Colombia como uno de los primeros territorios donde el café dejó de ser curiosidad y se convirtió en cultivo comercial.

La Guajira no fue un simple espectador: fue taller de ensayo, puerto y frontera del café. Desde aquí se exportaban sacos hacia el Caribe y, con ellos, viajaba la esperanza de un territorio que parecía encontrar en el café su destino. Para finales del siglo XIX ya había más de 300 fincas en la franja Sierra Nevada–Perijá, con medio millar de toneladas que salían hacia los mercados internacionales.

Entonces, ¿por qué se borró este capítulo? ¿Por qué el Caribe perdió el lugar que le correspondía en el relato cafetero nacional? La respuesta está en el centralismo y en la incapacidad de nuestra dirigencia para sostener proyectos de largo plazo. Mientras el interior consolidaba instituciones, cooperativas y carreteras, la Costa Caribe quedó atrapada entre la improvisación y la ausencia de Estado.

Pero hoy, a 60 años de vida administrativa de La Guajira como departamento, vale la pena recuperar esta memoria no solo como anécdota, sino como oportunidad. El café puede volver a ser bandera de dignidad y desarrollo para nuestra tierra. Con un mercado mundial que demanda cafés especiales, de origen certificado, con historias auténticas, La Guajira tiene lo que muchos buscan: altura, microclimas, tradición cultural y una narrativa poderosa de resistencia y mestizaje.

El café es más que un cultivo: es identidad, es puente con el mundo, es un símbolo de lo que fuimos y de lo que podemos volver a ser.

Desde esta tierra, donde mis hijas corren en las pistas atléticas y nuestros jóvenes buscan oportunidades que aún parecen lejanas, quiero insistir en algo: La Guajira no está condenada al olvido. Está destinada a reinventarse. Y en esa reinvención, el café puede ser semilla y metáfora.

Semilla, porque puede generar empleo digno, encadenamientos productivos, turismo cultural y orgullo local.

Metáfora, porque nos recuerda que lo que un día floreció en estas tierras puede volver a florecer, si hay voluntad política, inversión sostenible y ciudadanía activa.

Que el aroma del café guajiro vuelva a recorrer el mundo no es un sueño romántico. Es una posibilidad real. Y quizás sea también una manera de recordarnos que La Guajira nunca fue periferia: siempre fue origen.

 

Juana Cordero Moscote 

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2 comentarios de “LA GUAJIRA: EL AROMA OLVIDADO DEL CAFÉ

  1. Janer Danies Garcia dice:

    Excelente columna, tenemos tanto potencial comercial y cultural, necesitamos de líderes que nos apoyen y gestionen estas mismas para aprovechar al máximo el ingreso económico que nos puedan generar

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