Rom. 8, 14-23
Mt. 11, 25-30
Estimados hermanos y hermanas, nuevamente La Guajira está de luto, Dios nos acaba de hablar en su palabra como nos habla siempre que nos reunimos en su casa, en el templo, en la catedral. Solo que en esta oportunidad, nosotros sus hijos, estamos de luto: se nos han muerto dos de nuestros hermanos en la fe: Miguel Andrés y Lenny Miguel Pitre Ruiz. Cómo nos duele el alma su partida, porque además, hace un poco menos de un año, despedíamos en esta misma catedral a Leana, su hermana. La Guajira está de luto. La Punta de Los Remedios clama al cielo.
Aunque tengamos bien sabido que la muerte tiene que llegar, y aunque incluso la enfermedad nos lo anuncie, hoy nos encontramos tristes y sorprendidos. Es como si se nos hubiera muerto un poco de nosotros mismos, tal es la pena que pasamos, de manera especial sus padres Miguel y Mireya, sus hermanos y familiares, sus amigos, la administración departamental y municipal. Los conocíamos, los amábamos, nos amaban. Podemos afirmar que en este momento nos une el dolor, miembros como somos de la misma familia humana, solidarios los unos de los otros, enfrentados con el común destino fatal, de la muerte. A veces la alegría también suele unirnos, pero no tan intensamente; nos vuelve eufóricos, orgullosos, egoístas. El dolor, en cambio, nos hace humildes, impotentes, compasivos.
Pero esta es la realidad, esta es la condición humana. Llega un día en que la vida de este mundo termina. Nos tocó decirle adiós a estos hermanos nuestros, que llegaron a este momento definitivo de su existencia, ellos no se encuentran ya entre nosotros, ellos están ahora ante Dios esperando que la bondad infinita del Padre les abra las puertas de la vida eterna, de la esperanza eterna, del gozo eterno.
Hermanos y hermanas, ya que nos une un mismo dolor, los invito a sentirnos hermanados por la esperanza. No por una esperanza cualquiera, ilusoria, evasiva, grotesca, sino por la esperanza que se funda en la palabra de Dios que hemos escuchado. Los cristianos, ya lo sabemos, sufrimos y morimos como todos los demás hombres, y el Padre no nos ahorra nada, pero somos capaces de morir y sufrir de manera distinta, no solo con dignidad, sino con esperanza como Jesús. Con Jesús lo que la gloria que un día se nos descubrirá. Y eso que, sufrimientos en este mundo, hay muchos, incalculables: a los naturales inherentes a la imperfección de las cosas, hay que sumar los que vamos añadiendo los hombres con nuestro pecado. Pues bien, toda esta enormidad de sufrimientos, toda esta triste herencia humana que nos vamos pasando de generación en generación, no se puede comparar con el cielo que nos espera, la otra herencia de alegría que nos corresponde como hijos de Dios.
Es inevitable que nos preguntemos ante la muerte de nuestros hermanos: ¿por qué Dios que es tan bueno y poderoso, permite que suframos y muramos? ¿Cualquier padre de la tierra no evitaría semejantes desgracias a sus hijos, si pudiera hacerlo? Es una tentación que a menudo nos asalta y un reprocha, que nos hacen los que no tienen fe. Hermanos nos encontramos ante un misterio, pero un misterio de amor, como el misterio de la existencia. No hay ningún absurdo. El Padre no está sordo a nuestras súplicas. Su silencio es más aparente que real. Nos ha dado una vez para siempre su respuesta. Una respuesta más contundente que todas las palabras Jesús, su propio Hijo clavado en la cruz. Sólo nos hace falta confiar en él como Jesús, su hijo, confiaba. No tengamos miedo: somos hijos, no eslavos. Abandonémonos a él con el gesto espontáneo y seguro del niño pequeño que se lanza a los brazos de su padre.
Definitivamente perdimos a dos grandes hombres, pero los ganamos para el cielo, porque los cristianos mueren en la esperanza de ser contados entre los que entrarán en la vida eterna, porque, siguiendo las enseñanzas del Apóstol Pablo, sabemos, y así lo creemos, que el bautismo nos ha configurado con la muerte de Cristo y con su resurrección, de suerte que “si nuestra existencia está unida a él en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (Rom. 6, 5). En esta convicción y esperanza hemos orado y oramos hoy por ellos, para que el perdón de Cristo los absuelva de todas sus faltas ante Dios y, “destruida la personalidad de pecador” (Rom. 6, 6) con la que nacemos y nos hacemos a nosotros mismos, alcancen la paz de Dios, que es salvación y vida para siempre.
Que la Santísima Virgen, la Virgen de los Remedios, presente a Dios la vida y obra de nuestros hermanos para que les sean concedidas todas las gracias a sus esfuerzos mientras transitaban por este mundo. Paz en sus Tumbas.
+ Mons. Francisco Antonio Ceballos Escobar, CSs.R
Obispo de la Diócesis de Riohacha

