Votar por convicción es la forma más válida de expresar la voluntad del ciudadano. Solo así cobra importancia su aporte infinitesimal en la consolidación de la democracia moderna. En el país del #PlataEsPlata, y del odio y el miedo que representan los extremos, votar por decencia es un mayúsculo desafío. Es, por demás, un reto que nos obliga a decidirnos en rebeldía por el mejor candidato y la mejor propuesta: convertir a la educación en el instrumento de transformación del país y el motor de la revolución que conducirá a Colombia por la prosperidad y la equidad.
Para lograr ese fin, urge emprender una misión vital: formar al ciudadano en educación política, pues en esencia, la democracia no puede funcionar sin el entendimiento ilustrado de los electores. De esa manera se evitará que sigan gobernando “los mismos de siempre”, los que no son nadie más que los Frankenstein construidos por nosotros, por los “nadies” sufragantes de ilusiones y promesas.
La estupidez colectiva más aberrante es la fiesta electoral. Es el jolgorio donde el ciudadano se aglutina, danza y se embriaga por el triunfo de un político aparentemente próximo, pero tan déspota con los destinos de un país condenado al fracaso. Desconocen los de “ruana” que ser espectador de un convite no los hace protagonistas de su futuro; pues, el elegido, el ungido por sus seguidores, solo dibuja en el lienzo sus intereses y los que los grupos económicos le impongan vía decreto o a través de “jugaditas” legislativas.
En las democracias tropicales, la imposibilidad de tener un electorado ilustrado debe romperse mediante la educación, esa apuesta es la única vacuna eficaz contra el virus del analfabetismo funcional. En otras palabras, el remedio al mal de no saber elegir es la formación de un colectivo libre de las ataduras de un sistema de señores y siervos, donde los últimos son sometidos por el hombre del maletín que, cada cuatro años, vitorea la ilicitud sustancial en las subastas electorales del segundo domingo marzo y el último de mayo. Unas jornadas animadas por la comunión del “todo vale y todo se puede” con las afugias económicas de un pueblo sediento de soluciones mágicas. En fin, en pleno siglo xxi, es evidente que no seguimos siendo una federación de tribus regionales dirigidas por una élite ignorante y frustrada, carente de visión de largo plazo y llena de egoísmo.
Es irrefutable que, en nuestro país, la efectividad del voto de los “de a pie” es nula, pues, después del primer año de gobierno se muestran arrepentidos y enojados por el incumplimiento de quien ofreció todo para ganar. Ese ejercicio de poder, carente de sinceridad y honestidad, es un argumento válido para insistir, con testarudez, que en este momento histórico es vital respaldar en las urnas a quien si pueda cumplir sin necesidad de prometerlo todo.
En Colombia, contrario a lo planteado por Kierkegaard, la libertad no es parte fundamental de la existencia humana y mucho menos en el rol de ciudadano elector. Para supera esta crisis, se debe avanzar hacia un nuevo paradigma, en el cual, votar sea una responsabilidad sustantiva que no pueda ser inducida por las encuestas y sus tendencias, o por los vecinos que llaman cambio a un “salto al vacío”, por los políticos tradicionales enquistados en las prebendas de un sistema enfermo, o por la presión ejercida por las organizaciones de la multicriminalidad. ¡No, definitivamente no! El acto de confesarse en el cubículo es un compromiso motivado por un bien superior: la Nación. Inspirado además por el anhelo de un país donde se pueda volver a pescar de noche, caminar por sus ciudades sin temor a ser robados, sentarse por las tardes en el frente de las casas de los pueblos del Caribe, o por qué no, un lugar donde se pueda confiar en sus gobernantes.
Para lograr ese sueño, no es necesario adherirse a los favoritos de los sondeos de las redes sociales, y renunciar a la coherencia ideológica. No, el eje central de esa nueva dinámica es un ciudadano pensante y libre, con capacidad de discernimiento y vocación para defender la democracia más allá de las comparsas carnavalescas que representan las elecciones.
Los tiempos modernos demandan un elector que no se deje guiar por el sofisma de las emociones o el embrujo de la demagogia y el populismo. Se requiere de un pueblo consciente de que su expresión en las urnas está en función de los propósitos nacionales y las mejores propuestas de gobierno. Por esas razones, y fundamentado en la evidencia empírica de ser la mejor opción, los invito a votar este este domingo por alguien que cumple a cabalidad con esas premisas: Sergio Fajardo, el candidato de la Centro Esperanza. Si, por el “presidente profesor”, así ese acto según las encuestas signifique “perder el voto o convertirlo en inútil” o un mero homenaje a la decencia. En conclusión, esta oportunidad puede ser la génesis para formar un ciudadano ejemplar, capaz de sufragar por el mejor sin consideración distinta a la convicción y a la cualificación programática. Porque como decía una señora distinguida de mi pueblo que nunca votó por los alcaldes triunfadores: “perder habiendo votado por el mejor, siempre será la mejor de las ganancias”. O en últimas, acudamos a nuestra herencia andaluza y parafraseemos el lema del equipo del futbol español, el Betis: “votemos por Fajardo, manquepierda”.
Arcesio Romero Pérez
Escritor afrocaribeño
Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI