LA ISLA DE SANTA ROSA DE YAVARÍ: LA VORÁGINE DE AURELIANO

Dicen que en la selva todo vuelve. Las hojas se descomponen, las serpientes mudan de piel, y los presidentes mudan de discurso. Pero lo que no vuelve, ni volverá jamás, es la cordura cuando un mandatario decide que el Amazonas no solo es un pulmón del planeta, sino también un menú de reclamaciones territoriales a base de mapas del siglo XIX y sueños de grandeza. Así, entre caimanes, caños y caimanes disfrazados de diplomáticos, nuestro querido Aureliano —sí, ese que habla como si dictara cartas desde un búnker de poesía marxista y geopolítica de manual escolar— ha decidido que la isla Santa Rosa de Yavarí, es “nuestra por derecho histórico, natural y cósmico”. La reacción fue inmediata, muchos en el malecón de Leticia soltaron una carcajada que se fue río abajo con la corriente. No por falta de patriotismo, sino por cansancio. Cansancio de ver cómo se montan dramas de Estado sobre un pedazo de tierra que ni los pescadores locales reclaman, mientras las escuelas se caen a pedazos, los hospitales no tienen medicamentos y las familias luchan por un plato de arroz en medio de una inflación que sube más rápido que el nivel del Amazonas en invierno.

Como si hubiera salido de las páginas enloquecidas de La vorágine, este episodio de Santa Rosa de Yavarí parece un nuevo capítulo escrito por la misma selva que devoró a Arturo Cova: un hombre solo, empujado por una idea que se le mete en la cabeza como una enredadera venenosa, adentrándose en la espesura del delirio mientras cree que salva al país. Así como Cova, en su desesperación por escapar de la explotación del caucho, se perdió entre ríos sin nombre y mapas falsos, Aureliano hoy navega por corrientes de grandilocuencia, arrastrado por una vorágine no de lianas ni fieras, sino de egos, silencios cómplices y la obsesión con un territorio que, como el oro del Amazonas en la novela, solo existe con plenitud en la imaginación. Porque el presidente, como el coronel Buendía de Cien años de soledad, ha decidido emprender veinte guerras por una causa que solo él entiende, y todas perdidas de antemano. Y como todo buen personaje de García Márquez, Aureliano cree que repitiendo una frase con solemnidad —“Santa Rosa es colombiana”— la realidad se doblegará. Ya ha convocado a intelectuales a firmar manifiestos (uno de ellos aseguró que la isla “respira el alma mestiza del Amazonas”), y hasta se habla de enviar una comisión de poetas a “reivindicar simbólicamente” el territorio con sonetos y cantos andinos.

Perú, por su parte, ha respondido con la serenidad de quien ve a un vecino reclamando el árbol de mango que crece en su patio desde 1922. Su canciller dijo simplemente: “La isla está en nuestro territorio, los tratados lo confirman, y no tenemos conflicto fronterizo con Colombia en esa zona”. Pero Aureliano no se rinde. Para él, no es un tema de fronteras, es un tema de revolución simbólica. Porque si no puedes cambiar la realidad del país, al menos puedes inventar una isla.

Y es que, entre tanta selva y tanta agua, uno pensaría que la política también fluiría con más calma. Pero no. Aureliano —sí, ese que cree que con un discurso apasionado puede mover fronteras como quien mueve fichas en un tablero de ajedrez— ha encontrado en Santa Rosa de Yavarí un arma perfecta: una cortina de humo tan densa como la que deja un incendio en la sabana. Mientras el país se pregunta por qué los subsidios no llegan, por qué la seguridad rural se desmorona y por qué tantos jóvenes siguen emigrando con mochilas llenas de esperanza y pasaportes en mano, él decide que lo urgente es plantar bandera en un islote de barro, caimanes y garzas que ni siquiera tiene nombre en los GPS de los ribereños. No se trata de defender límites; se trata de distraer. De crear un enemigo externo cuando el verdadero conflicto está adentro: en la desconfianza de la gente, en la promesa incumplida, en el peso de un gobierno que, por más que lo intenta, no logra tocar el suelo con los pies.

Santa Rosa de Yavarí, dicho sea de paso, no tiene oro, no tiene gas, ni siquiera un muelle decente. Tiene palmeras, humedad y el eco de un silencio ancestral. Pero para Aureliano, eso no importa. Lo importante es que suene fuerte el tambor de la soberanía, que los noticieros hablen de “tensión con Perú”, que los columnistas discutan sobre tratados olvidados, mientras el resto del país se olvida de que el ministro de Salud no ha visitado un puesto de salud en seis meses, o de que en Puerto Nariño los niños van a clases bajo un toldo de lona porque el colegio se inundó otra vez.

Entre tanto, en la frontera amazónica, los leticianos conocen buen a sus vecinos peruanos. Comparten mercado, familia, hasta el mismo río. Nadie quiere una guerra, ni siquiera una de palabras. Lo que quieren es que alguien que los escuchen cuando claman que el Amazonas no necesita más discursos heroicos, sino caminos, médicos, maestros y un poco de respeto. Que se dejen de islas imaginarias y se ponga atención en las vidas reales: en doña Martina, que camina tres horas para sacar una cita en salud; en el joven que quiere estudiar, pero no tiene internet; en el indígena que ve cómo su territorio se achica entre madereros y olvido. Pero no. En lugar de eso, tenemos a un presidente que, como un niño empecinado con un juguete roto, insiste en pelear por algo que no le pertenece, mientras el país se le va de las manos. Y cuando la gente empiece a preguntar, ¿por qué las cosas no mejoran?, él ya tendrá su respuesta lista: “Es que nos atacan desde afuera. Nos quieren robar hasta el aire del Amazonas”.

 Lo triste es que mientras el presidente navega por ríos de retórica, los verdaderos problemas del Amazonas —deforestación, minería ilegal, abandono estatal— siguen creciendo como lianas en un tronco muerto. Pero qué importa, si tenemos una isla mítica que defender, destinada, como otros territorios de la periferia, a adornar los mapas del delirio presidencial.

Al final, Aureliano terminará como tantos de su estirpe: dictando proclamas desde un despacho lejano, aferrado a los fantasmas a los enemigos invisibles de su conciencia. Porque en esta guerra de mapas y memorias, algo si le ha quedado claro a los colombianos: lo único que está en peligro no es la soberanía nacional, sino la cordura colectiva. Y eso, ni los tratados de límites ni los sonetos patrióticos lo pueden salvar. La selva, entonces, vuelve a cumplir su papel: no como escenario, sino como juez. Y esta historia, como aquella, no terminará con victoria ni gloria, sino con un hombre solo, gritando soberanía al vacío, mientras el río se lleva sus palabras como se llevó los sueños de los que creyeron que podían domar lo indomable.

 

Arcesio Romero Pérez

Escritor afrocaribeño

Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI

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