Desde los paros cocaleros del gobierno Gaviria en adelante, en el país ha venido promoviéndose una agenda mediática, académica y sobre todo política que busca legitimar la economía cocalera.
Esta creciente “legitimación” del cultivo de la coca ha resultado ser la más beneficiosa estrategia para contrariar las presiones sempiternas de Estados Unidos para la erradicación y la implementación de la prohibición, favoreciendo a las mafias y guerrillas que se siguen lucrando extraordinariamente del cultivo y tráfico del alcaloide.
El paroxismo de la legitimación de la economía cocalera se alcanzó en varios planos durante las negociaciones de paz de la Habana. Por una parte se expandió en la ignota cultura urbana y entre las élites bien pensantes la mitología pseudo científica de que la aspersión aérea con glifosato era poco menos peligrosa que una bomba atómica.
La ambigüedad, promovida por los mismos cultivadores de coca y sus poderosos protectores, compradores y ruteros criminales, prosperó. El herbicida más usado en Colombia y en el mundo para todo tipo de cultivos comerciales, pasó a ser peligroso factor cancerígeno, pero solo en los casos que se usaba para la erradicación aérea. Los testimoniales interesados de los afectados con la erradicación, las organizaciones civiles de bolsillo, los validadores académicos y de ONGs de la paz en las capitales, de manera coordinada, lograron ir arrinconando al estado en su propósito de limitar la expansión de la mata.
En el marco de la obsesión por la hoy fracasada paz de la Habana, no solo se promovió y materializó el objetivo estratégico de la guerrilla de maniatar la principal herramienta de erradicación para asegurar que, en el a la postre inexistente “post conflicto”, las guerrillas nunca desmovilizadas y los desmovilizados pudieran seguir cultivando y traficando, expandiendo su control territorial a nuevas y más estratégicas zonas de cultivo y consolidar las más prosperas y bien ubicadas.
De la mano de la “legitimación” del “pobre” cultivador de coca y de la anulación del glifosato como herramienta eficaz para mitigar el crecimiento del área sembrada, venía la soterrada y oscura estrategia de las FARC y de sus legitimadores académicos y de la “sociedad civil” de cobrar la limitación severa de la erradicación en réditos electorales. La aspiración del presidente Santos, los lagartos y lagartas por la paz y de los cabecillas de las FARC, era que las asociaciones cocaleras y sus miembros reconocieran a Comunes, el partido de las FARC, como la expresión política de la nación cocalera y que con ella naciera una tóxica alianza entre la agenda marxista leninista y el negocio de la coca. Aspiraban a emular el precedente boliviano y quien sabe si los jefazos de las FARC ya se imaginaban como los nuevos Evos Morales del país.
De esta fabricación subterránea y engañosa del proceso de paz no quedó nada. Los cocaleros no votan ni reconocen a las FARC como sus mandamases ni legitimadores eficaces. Tal vez, lo más cierto es que los cocaleros y sus mandamases mafiosos conocen bien lo oscuro y perverso que es el mando de las FARC que hoy se pavonea en el congreso y no solo los vieron como competidores sanguinarios sino como delincuentes poco confiables y rajones.
Las alternativas acordadas en la paz de la Habana a las cuales se vio abocado el estado colombiano para el manejo de la interdicción, fueron la azarosa erradicación manual y el embeleco de la erradicación voluntaria.
La erradicación manual es un procedimiento costosísimo que agrega a todos los defectos y limitaciones de la erradicación aérea los riesgos extraordinarios que deben afrontar los pelotones de erradicación por cuenta de las minas antipersona, los hostigamientos a la tropa y los auxiliares durante la erradicación y al abandonar las áreas una vez completada la labor. Como los dueños de los cultivos ven venir a los erradicadores, tienen tiempo suficiente para raspar la hoja antes de que se arranquen las plantas. La corrupción abundó igual con la exclusión de zonas, falsos reportes de erradicación con falsas fotografías y estuvo plagado de concesiones de erradicación parcial para no destruir la economía de los dueños de las parcelas.
Por el lado del Plan Nacional Integral de Sustitución (PNIS), la promesa bucólica de la erradicación voluntaria se tornó en desastre. Los ofrecimientos económicos incitaron mayores deforestaciones y nuevas siembras, la adherencia de los participantes al programa con otros cultivos o actividades fue mínima, vinieron los famosos hechos de corrupción con la entrega de marranas y crías y ganado vacuno reportados en todas las zonas donde se adelantaron las iniciativas.
Lo que ha quedado de esta ilusión de las alternativas a la erradicación es un largo río de sangre. Las víctimas de la expansión de los cultivos propiciada por esta mezcla desastrosa de políticas bienintencionadas, intereses políticos escabrosos se cuentan en miles entre líderes sociales, cultivadores y soldados y policías.
También nos ha quedado el poderío de Sinaloa, un cartel que a diferencia de los carteles y guerrillas colombianas resulta puntual y organizado en los pagos e inclemente en la disciplina impuesta a plomo a los cultivadores.
Nos deja esta década de estupidez no solo una frontera cocalera posiblemente por encima de las 300.000 hectáreas, el desplazamiento colectivo más grande de la historia colombiana en el Catatumbo y una nueva generación “tecnificada” de cultivadores de coca que mejoran el rendimiento del alcaloide por hectárea mediante selección genética, fertilización y curiosamente deshierbe de la yerba con el mismo glifosato que eso si el estado no puede usar. Basta con mirar los esmerados cultivos de coca del Catatumbo en la reciente entrevista a los matones del ELN que hicieron los Informantes para entender que entramos en la nueva era de los cocaleros agroindustriales, como bien los sugiere la ONU en el último informe Simci donde destaca la ampliada productividad de los enclaves cocaleros.
Todo ese excedente de coca no ha roto el precio por la creación de nuevos mercados internos donde redes siniestras como el Tren de Aragua están creando nuevas adicciones para absorber la bonanza propiciada por los amigos de la paz de Santos que ahora escurren el bulto y esconden la mano ante el fiasco que propiciaron.
La coca si mata y la peor combinación de erradicación que este gobierno hipócrita puede implementar es la erradicación terrestre con glifosato. Esta iniciativa es otra muestra patética de una política condenada desde su concepción al fracaso. Obligar a los erradicadores a cargar los timbos de glifosato en medio de las montañas, a cargar el agua para las diluciones y las bombas de espalda, es poco menos que ridículo y será sangriento. Esa mata seguirá matando mientras el estado no entre a fondo con seguridad, justicia y vías que marginen al ilegal y legitimen la agricultura legal y protejan al ciudadano.
Enrique Gómez Martínez