Colombia está dando un paso decisivo hacia la transición energética con la organización de su primera subasta de energía eólica marina. Un hito que promete atraer a grandes inversionistas internacionales y posicionar al país como pionero en el Caribe. Sin embargo, la decisión de excluir a La Guajira de este primer proceso deja más preguntas que respuestas.
No es un secreto que La Guajira es la “joya de la corona” en materia de vientos. Con un potencial estimado de 21 gigavatios, suficiente para cubrir dos veces la demanda eléctrica nacional, la región podría convertirse en el epicentro de una revolución energética. Pero en esta primera fase, el Gobierno decidió concentrarse en áreas de Atlántico, Magdalena, Bolívar y Sucre.
¿Por qué? La explicación oficial es pragmática: estas zonas cuentan con mejor infraestructura portuaria, eléctrica y de transporte, lo que facilita la llegada de inversionistas y asegura resultados más inmediatos. En otras palabras, empezar “por lo más fácil” para demostrar que el modelo funciona.
Sin embargo, esta decisión también revela una paradoja incómoda. Mientras en Bogotá se habla de transición justa y equitativa, la región con mayor riqueza eólica del país y una de las más empobrecidas y olvidadas históricamente vuelve a quedar en lista de espera. Un contraste que recuerda que la transición energética no solo se mide en megavatios, sino en inclusión social y territorial.
Además, dejar a La Guajira por fuera abre un debate estratégico: ¿estamos realmente apostando por el largo plazo o simplemente buscando proyectos de “rápida ejecución”? Actores del sector ya han advertido que restringir el mapa de desarrollo podría ser un error de visión, pues la verdadera ventaja competitiva de Colombia está en sus vientos de clase mundial en La Guajira.
Pero la discusión no puede quedarse solo en infraestructura. En La Guajira confluyen también tensiones sociales, ambientales y culturales. Las comunidades wayuu han manifestado en varias ocasiones que los proyectos energéticos llegan sin suficiente consulta previa, sin beneficios claros y con impactos sobre sus territorios ancestrales. Si la transición energética quiere ser justa, debe garantizar no solo inversión, sino también participación real y desarrollo local. De lo contrario, se repetirá la vieja historia de una riqueza que pasa por la región sin quedarse en ella.
La subasta es, sin duda, un paso adelante. Pero también debería ser una oportunidad para plantear una pregunta incómoda: ¿queremos una transición energética que brille en el papel o una que transforme de verdad los territorios?
Porque si algo nos enseñan los vientos de La Guajira es que la energía más poderosa no está solo en las turbinas, sino en la capacidad de un país de incluir a sus comunidades en el futuro que promete construir.
Breiner Robledo Meza

