En 1998 mi amigo Gustavo Arias Núñez me recomendó la lectura de “El Perfume”, la primera novela del escritor alemán Patrick Suskind que había sido publicada en 1985 y para esa fecha mostraba un impresionante récord de ventas a nivel mundial. Es una historia subyugante. Y a pesar de que narra la historia ficticia de un asesino, la lectura de esta novela hizo que se acrecentaran muchos recuerdos de mi niñez.
El olfato es una bendición que se incrementa cuando este sentido se perfecciona. Aunque en la adultez constituye un placer insustituible, los aromas percibidos en la infancia se instalan en la memoria, cual impronta imperecedera capaz de revivir recuerdos lejanos como si fuera una película de nuestra propia vida que podemos repetir a voluntad con solo recordarlos.
La definición de POESIA es cualquier circunstancia hermosa de la vida. El poeta sevillano, Gustavo Adolfo Bécquer, la sintetizo en una conversación de solo dos versos:
¿Me preguntas que es poesía, hermosa niña…?
Poesía; eres tú.
Y la definición de AROMA está centrada en el placer de percibir un olor agradable, sin importar que ese olor le guste al resto del mundo. Basta que ese olor sea de tu agrado para merecer el calificativo de AROMA. Y si tiene la capacidad de convertirse en una ventana del tiempo, donde afloran los momentos de contento en la lontananza de los recuerdos, entonces podrás experimentar un rato de felicidad con solo recular el tiempo, en complicidad con tus AROMAS inmarcesibles.
Casi todos nos hemos rendido de placer al percibir el viento denso y lleno de olor de tierra que deja la lluvia sobre la arena sedienta. Pero ese olor de tierra mojada en San Juan del Cesar se enaltecía por la histórica escasez de nubes generosas que se posaran sobre nuestro cielo a derramar sus lágrimas benditas. Y casi siempre pasaban raudas, camino al Departamento de Antioquia, como decía Tío Nelson Ariza, quien las espantaba con su irredento pesimismo. Ni siquiera el canto de las chicharras, que anunciaban las primeras lluvias de la temporada, lo convencían de que pronto llovería en el pueblo.
Otra remembranza odorífica que reposa en mi mente, es el olor de la floresta de Cañaverales, un pueblito de agricultores y guitarristas que se levanta al pie de la cordillera de los Andes, en el tramo donde esta cadena montañosa que recorre América del Sur, empieza a escribir su epitafio. Ese aroma de hojas secas de vegetación densa en cercanías de la zona de “El Cequión” era tan fuertemente agradable, que yo lo percibía nítido en la camisa de mi Papa, cuando regresaba a la casa después de trasegar durante el día en sus funciones campesinas. El beso y el abrazo que nos daba, llevaba la impronta de esa floresta tan particular, de la cual pueden dar testimonio cañaveraleros genuinos, como Franklin Moya o Javier Gámez.
Maicao era casi un mito para los niños de mi pueblo. Aunque siempre ha estado a la misma distancia, en aquel tiempo la percepción de esa distancia era mucho mayor con motivo del mal estado de la carretera. Cuando los viajantes regresaban con la mercadería adquirida y destapaban las cajas misceláneas, ese conjunto expelía un olor tan característico, que muchas veces escuche decir a varias personas: “Huele a Maicao”. Al intentar describir ese olor tan singular, podríamos decir que era una mezcla de los plásticos de las envolturas de la ropa y artefactos comprados junto al aroma de las uvas y manzanas, que constituían una verdadera novedad para la gente de San Juan.
Por aquellos tiempos también era frecuente que mi Papa, en las vacaciones del Colegio, nos llevara de paseo a Codazzi, donde cultivaba algodón. Para aquel entonces, el pavimento se iniciaba en La Paz, es decir, la mitad del trayecto, aproximadamente. La sensación de sentir que transitábamos por una carretera pavimentada era motivo suficiente para sentirnos casi en la gloria. Ya no había polvo. Tampoco había brincos. Y el olor del paisaje se podía percibir más nítido, más puro. Pero el olor más peculiar que quedo instalado en mi memoria fue el olor de gasolina quemada que expelían los camiones, casi todos vestidos con carpas, que recorrían esa carretera. Me resulta inolvidable ese olor, que tal vez a muchos no les gusta.
Cuando mi madre me llevo por primera vez a Barranquilla, tal vez tenía unos 7 años de edad. Viajamos en Aerocóndor desde el Aeropuerto de San Juan del Cesar. Ese vuelo hacia escala en Valledupar y en Santa Marta, antes de aterrizar en el “Ernesto Cortissoz”. Recuerdo como si fuera hoy, cuando baje la escalerilla del avión. La brisa cálida y el olor de su marisma, ejercieron una hipnosis ambiental que provocaron la inexplicable atracción por Barranquilla, que aún hoy perdura. Igual ocurrió con el olor de la brisa que emanaban las chimeneas de las fábricas de La Vía 40, la emblemática arteria industrial de la ciudad. Aunque después, el cariño de la gente y otros símbolos contribuyeron a mi voluntaria adopción de esta ciudad como mi segunda patria chica, el olfato fue un argumento importante en la construcción de ese amor ciudadano.
Nunca olvido el olor de la grama recién cortada que el jardinero del Liceo de Cervantes (El Negro Ildefonso) hacia que se esparciera en el ambiente, con la ayuda del tractorcito que usaba para podar el césped de las canchas de futbol. Cada vez que repito la experiencia de percibir un olor similar, en cualquier parte del mundo, la mente viaja como un torbellino hacia el paisaje de aquella jardinería realizada con amor.
Nuestra mente está preñada de olores muy diversos. Las ventas de mariscos en quioscos de esquina, los chicharrones que ofrecían los vendedores callejeros en las ventanas de los buses que paraban en Bosconia, los camarones secos que venden en Riohacha, el olor a chorizo que tenía el centro de Valledupar después de las 5 de la tarde, se conjugan en la mente, como compitiendo para estar en la punta de los recuerdos idos.
Pero a veces hay un olor que identifica a una región. Que le imprime identidad colectiva. Es el aroma de las flores del naranjo. El aroma de azahares. Ese es el olor que hizo famosa a la fragancia conocida como “Jean María Farina” de la casa comercial ROGER & GALET. Esta fragancia llego a convertirse en el olor masculino de la excelencia, por antonomasia. En La Guajira tiene un arraigo difícil de erradicar. Y su influencia llego a toda la Costa Caribe de Colombia. Ha sido la acompañante de muchas generaciones. En los tiempos de la Bonanza Marimbera, en las apologías del buen vivir que hacían los Contrabandistas y en el uso cotidiano de personas de todos los pelambres sociales, ha sido un común denominador. Un artefacto de cohesión social como pocos. Tal ha sido su entronque en la comunidad guajira, que se convirtió en un referente para hacer la prueba acida del nativo de Riohacha.
En los años 60, pocos guajiros podían escalar al desempeño de una posición importante en el Gobierno de Colombia. El riohachero Santiago Álvarez Van-Lenden fungía en aquel entonces como Secretario General del Ministerio de Obras Públicas. Las dificultades en la transportación de aquella época, hacia muy difícil que alguien pudiera viajar a Bogotá, desde La Provincia, por lo que no era común que un funcionario recibiera visita de sus paisanos.
Una mañana cualquiera, a eso de las 7 am se presentó a la oficina del Ministerio un señor que solicitaba hablarle al Secretario General, quien decía ser riohachero. La secretaria le informo al Dr. Álvarez Van-Lenden sobre la presencia del visitante sin previa agenda.
– ¿Dijo ser riohachero el señor…?
– Si Doctor. Dijo que era riohachero.
– ¿Ya le ofreció tinto…?
– Si Doctor. Ya le brindamos tinto.
– ¿Y el señor se tomó el tinto desde el plato del parecito…?
– Si Doctor. Se sirvió el tinto en el platico, le echó fresco…y después se lo tomó.
– ¿Y el hombre huele a María Farina…?
– Si Doctor, huele a María Farina.
– Ahhh… bueno. Hágalo pasar. ¡Ese es riohachero…!!!
Orlando Cuello Gámez
Extraordinaria nota. Hace que uno también se devuelva en el tiempo. Felicitaciones amigo Orlando.
Definitivamente los olores hacen parte de los recuerdos que llevamos impregnado en la mente. Por ejemplo, el heliotropo sus flores con un olor dulce agradable. Mi abuelo Franco cojia las flores y se la metía al bolsillo de la camisa, ahí perduraba ese aroma hasta que La lavaban.
Asi mismo el árbol “El Carácter del Hombre” muy útil para enramadas. En la casa de mi abuela Mica había una enramada y eso aroma por las tardes y de mañana eran inconfundibles.
Por otra parte en San Juan hubo una época que se puso de moda el shampu “Flex” el cual después de usarlo el cabello quedaba con un aroma muy especial. Las jovencitas de esa época lo usaban especialmente para las fiestas y cuando uno las sacaba a bailar el parejo se adormecía con ese aroma exquisito.
Y así sucesivamente como dice mi estimado Landy como cariñosamente lo llamamos sus paisanos, son muchos los aromas y las historias que tenemos impregnadas en la mente.
Un fuerte abrazo.
Asertivo escrito Landy
En Riohacha donde resido hace más de 30 años, los velorios tienen una connotación especial y son diferente a todos los velorios de la región, que yo se la achaco a la influencia del mestizaje con la cultura Wayuu. Pero sabes que? Tengo la sensación de que todos huelen a Maria Farina.
Recibe un abrazo amigo
Extraordinaria la nota. Faltó algo muy importante para el Riohachero. El almacén de Ana Matilde. Fuente importante para la venta de Maria Farina . Un abrazo fuerte