“Cuando Jesús vio a su madre, y vio también presente al discípulo a quien él amaba, le dijo a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo.’ Y al discípulo le dijo: ‘Ahí tienes a tu madre.’ Y a partir de ese momento el discípulo la recibió en su casa” (San Juan 19:26-27).
Evoquemos los momentos de la pasión de Jesús en la que 700 heridas con latigazos sellaron su cuerpo; 30 heridas de espinas quedaron en su cabeza; 30 y 25 cm medían los clavos que sus manos y pies traspasaron… y de todos los discípulos, solo uno estuvo con Él “el discípulo amado, Juan”.
Más de 100 golpes en su cuerpo, una lanza de 15 cm a la altura de su costado derecho; el peso del patíbulo de 80 libras a sus espaldas y dos horas suficientes para morir…. Y decirnos sin egoísmo y sin mirar a quien, en medio de su gran sufrimiento y dolor, que nos dejaba a su madre: fue tanto su amor por la iglesia que nos entregó en el cuerpo místico de su discípulo amado a María como prolongación del más excelso sentimiento que existe: el amor.
¿Será que somos dignos de tan sublime sentimiento? Cuando el rencor en esos momentos no lo invadió, ni mucho menos el reparo porque en su agonía lo habían dejado solo ¿Será que somos dignos de tanto amor? Cuando no somos capaces de vivir el sufrimiento del mundo y el dolor que padeció María al dejarnos en sus manos.
¿Cuántas veces le repetimos esos latigazos a Jesús, las heridas de sus espinas, la lanza que le traspasó su alma, las horas de su agonía cuando rechazamos al que no tiene de comer o para vestirse, al que no tiene un techo donde vivir, ni mucho menos dinero para sobrevivir, al que no ostenta los lujos ni el poder donde puedas sacar provecho?
¿Cuántas veces le repetimos a Jesús, los escupitajos, la bebida de sus horas amargas, los golpes en su desnudez, cuando miramos por encima del hombro a mi prójimo, cuando no soy capaz de hacer una obra de misericordia o lo hago para que me vean ¿Será que somos dignos de tanto amor desmedido? ¿Cuándo solo me dedico hablar del otro y no soy capaz en medio del grito lastimero de su soledad, de su tristeza, de su frustración de ayudarle? ¿Será que somos dignos de tanto amor?
A quienes han vivido el rechazo y el abandono como a Jesús, les recuerdo las palabras que sin titubear le dijo a Juan desde el madero: “ahí tienes a tu madre”, la caritativa por siempre, la universal y reina del afligido, la que no mira abolengos, estratos, ni distingo. La que su amor es igual para todos. No estamos solos en el sufrimiento cualquiera sea su nombre porque, hermano, Cristo hace que el sufrimiento sirva al amor y María, lo vuelve llevadero en su amantísima intersección. Sin el sufrimiento, hermano, el adolescente no llega a la madurez y el cristiano no crece en el resplandor de la gracia.
Fruto del rechazo de aquellos tormentos, María penetraba en el alma de su Divino Hijo y discernía la inmensidad de tanto desconsuelo, porque ponderaba los pecados de la humanidad y el amor irreprochable hacia su iglesia.
Por eso, dale gracias a Jesús por tu sufrimiento porque, aunque suene contradictorio, es amor, es gloria, es bendición. Dale gracias a Jesús, porque tú sufrimiento y el mío, es usado por Él como medio para establecer comunión con nosotros.
Permite, Jesús, que el sufrimiento sirva al amor como lo hace María, para que así podamos servir al hermano y cuando lo hagamos, te sirvamos a ti, quien con el Padre y el Espíritu Santo eres Dios, por los siglos de los siglos.
Laura Severiche