“También nos alegramos al enfrentar pruebas y dificultades, porque sabemos que nos ayudan a desarrollar resistencia. Y la resistencia desarrolla firmeza de carácter, y el carácter fortalece nuestra esperanza segura de salvación. Y esa esperanza no acabará en desilusión, pues sabemos con cuánta ternura nos ama Dios, porque nos ha dado el Espíritu Santo para llenar nuestro corazón con su amor.”
Romanos 5:3-5
Me impacta la certeza con la que el escritor afirma: “pues sabemos”. Por qué no dice “creemos” o “esperamos”, sino sabemos, es decir, estamos seguros de con cuánta ternura nos ama Dios.
Precisamente hoy quisiera referirme a una de las cualidades más hermosas de Dios: su ternura.
Porque el amor tierno de Dios no es una simple idea, es una realidad que tiene el poder de transformarnos.
Y como el autor de este texto, nosotros también sabemos porque lo hemos experimentado. Sabemos porque el Espíritu Santo mora en nuestros corazones. Sabemos porque aún en las pruebas, sentimos su consuelo y compañía.
La palabra de Dios dice Mateo 7:11 que si nosotros, siendo malos, sabemos dar buenas cosas a nuestros hijos, ¡cuánto más hará Dios por nosotros! Un padre cuida a su hijo, procura lo mejor para él, lo guía, lo acompaña y lo consuela. Así también Dios, con su ternura, transforma nuestro corazón y nos abraza en nuestra debilidad, no como un acto de superioridad, sino de compasión.
Y aunque muchos en este mundo conciben a Dios como un ser despiadado, indiferente y castigador. Nada está más lejos de la realidad y lo podemos comprobar en el mayor acto de amor y ternura hacia la humanidad: el sacrificio de su único hijo en la cruz. Es la expresión más sublime y profunda del amor. Es la manera en la que el Todopoderoso se inclina hacia nuestra fragilidad, no con juicio, sino con misericordia.
Jesús es la manifestación visible de la esencia de Dios. En Él vemos y conocemos al Dios que toca al leproso, llora con los que lloran, detiene su paso por una mujer que toca su manto y perdona a quienes lo crucifican. Cada gesto de Jesús es una caricia del cielo sobre la herida humana.
El Salmo 103:8-11,13 nos recuerda:
“El Señor es tierno y compasivo; es paciente y todo amor. No nos reprende en todo tiempo ni su rencor es eterno; no nos ha dado el pago que merecen nuestras maldades y pecados. Tan inmenso es su amor por los que lo honran como inmenso es el cielo sobre la tierra… El Señor es, con los que lo honran, tan tierno como un padre con sus hijos.”
Al leer estas palabras no puedo evitar que se conmueva mi corazón, y pensar que aun cuando fallamos, su ternura nos levanta. Cuando dudamos, su ternura nos abraza. Cuando nos sentimos indignos, su ternura nos recuerda que somos hijos, no extraños.
Ciertamente, la ternura es un atributo de Dios. Su gran amor hace que su misericordia nos rodee cada día. Y aunque a veces creemos que Dios está enojado con nosotros, dispuesto a castigarnos por cada error qué cometemos. Podemos estar seguros de que, su amor incondicional permanece aun cuando no lo merecemos. Que su ternura tiene el poder de sanar. Y de sobrepasar las heridas causadas por la crueldad humana, para restaurarnos. Entonces, podemos evidenciar que cuando el miedo nos paraliza, su ternura nos impulsa a confiar. Y en medio del dolor, cuando no entendemos el propósito de las pruebas, su ternura nos sostiene con paciencia, hasta que la resistencia se convierte en carácter y el carácter en esperanza.
Por eso, nuestra esperanza no se basa en la ausencia de sufrimiento, sino en la certeza del amor tierno de Dios en medio de él. En el hecho de saber que no estamos solos, que cada lágrima es vista por Dios, cada herida él la conoce, y cada caída es una oportunidad para ser abrazados nuevamente por su gracia.
Y relaciono esto con uno de mis relatos favoritos en la Biblia, la del hijo pródigo. En donde El padre, al ver a lo lejos que su hijo regresa, a pesar de su desobediencia y necedad, no espera que llegue hasta él, sino que corre a su encuentro. Le prepara un banquete, le viste con las mejores ropas y celebra su regreso.
Esa escena nos enseña que el amor de Dios no depende de nuestro mérito, sino de su naturaleza. Y que no hay nada que conmueva más su corazón, que el hecho de que volvamos a Él, que dependamos de su soberanía y que le busquemos, aun cuando creemos que no lo merecemos.
Jesús no vino a mostrarnos a un Dios lejano, sino a un Padre que nos mira con compasión. Por eso, cuando el hijo regresa, el padre corre hacia él.
No lo espera con reproches, sino con los brazos abiertos. Porque la ternura de Dios corre a nuestro encuentro antes de que lleguemos a pedir perdón.
La ternura con la que Dios nos ama no es muestra de debilidad… sino de su poder en su forma más simple y natural. Es el amor que susurra: “Estoy contigo”. Es su mano que no señala, sino que nos levanta. Es el abrazo que está disponible cuando todos los demás se han ido. La que nos recuerda que somos hijos amados, no abandonados.
Romanos 5 es un recordatorio de que, en medio de los problemas, su amor sigue siendo tierno y fiel. Y sigue esperándonos con los brazos abiertos.

