Esta semana se estrenaron dos nuevos monarcas en el mundo.
En el viejo y protocolario continente, Carlos III de la casa Windsor llega al poder constitucional del Reino Unido como jefe de estado de muchos países. El cansado Carlos -no sabemos de qué, pero su cara recoge la fatiga de varias generaciones de no hacer mucho- afronta el reto de seguir dejando que la interpretación popular con inclinación vasalla se precie de contar con su augusta presencia en el trono inglés. Y continúa dando de qué hablar a revistas, periodistas, jefes de estado, farándula sentimental y otras mediocridades mundiales. Sus súbditos lloran a la desaparecida Elizabeth II, y gritan con convicción que la muerte del Rey es el advenimiento del siguiente y así sucesivamente, hasta que las condiciones de absurdo despilfarro los pongan a pensar que más vale un rey pobre que una corona de ostentaciones de estabilidad, como si esa fuera una tarea propia de titanes en una democracia tan madura como la británica.
Sin embargo, su ascenso al trono no logra opacar la verdadera noticia que es la de otro poder, esta vez el que detenta el soberano colombiano, Gustavo Petro, Petro I, amo y señor de Golden Swamp -Facilitémosle a los de habla inglesa saber de Ciénaga de Oro- y otros parajes tropicales. Mientras las banderas de muchos países de la mancomunidad británica ondean a media asta, las de los dos partidos tradicionales de larga trayectoria en el país, el Conservador y el Liberal, con su variante transgénica del Partido de La U, han quedado replegadas al arbitrio de las pretensiones políticas del monarca. Harán coro de las variadas propuestas, algunas hilarantes, otras escalofriantes, y algunas en camino de volverse sensatas. De todo, como en botica.
Mucho va del poder constitucional de un jefe de estado, como lo es el rey de Inglaterra, cuyas conversaciones íntimas y secretas con los jefes de gobierno que llegan a Downing Street no dan ni para escribir una comedia, al omnímodo de un jefe de gobierno con semejante coalición que acaba de montarse, en uno de los sinsentidos más grandes del cambio de guardia presidencial colombiano. La cabeza del ejecutivo no deja dudas de sus pensamientos de izquierda, pero con astucia se ha rodeado de cuanto mercachifle detenta credenciales parlamentarias.
SM Carlos III, con sus corbatas de nudo pequeño, sus elegantes trajes cruzados y sus gestos de majestuosa ponderación, registrará sus apariciones en público en todos los medios de comunicación, para dejar evidencia de su tránsito por la historia. Creo que no pocos nos atrevemos a interrogarnos sobre lo útil de la ostentación, de la pompa ofensiva con las nuevas realidades mundiales y de la efectividad de una corona cargada de inmensas piedras preciosas que hoy en día solo sirven para películas de acción sobre robos fantásticos.
Así como allá entierran a Elizabeth II, dueña de una prosapia impresionante, procedemos aquí también a sepultar la dignidad de la que se vanagloriaban los partidos en otra hora de la república. Muere con la difunta reina su recorrido por un cúmulo de circunstancias, tormentosas en su mayoría, que vivió el mundo durante sus noventa y seis años. Sobrevivir a tanto acontecimiento la hizo fuerte como persona y a la vez estricta en su proceder ceremonioso. De este lado, mueren con el Pacto citado las pocas virtudes que quedaban en los salones del Capitolio, incapaces de ser justificadas por los malabares en la pseudodemocracia que se evidencia en Colombia. No es el entierro de las ideologías; es la oficialización de la vulgar negociación a la cual se someten las castas que detentan las franquicias de los partidos con cualquiera que habite el Palacio. ¡Cortesanos!
La pregunta del billón, o de los veinticinco que buscan sin rebaja en el nuevo reino, es hasta dónde podrá inclinarse la cerviz de los áulicos negociados. Hasta dónde habrá espacio para un asomo de cordura, o un ápice de responsabilidad social, en los debates sobre las conveniencias efectivas de política pública para mejorar nuestro entorno. No queremos despotricar de todo lo que pretende realizar el gobierno, ni más faltaba. Pero sí urgimos un debate equilibrado y serio que construya país, oportunidades con justicia social, en el marco del respeto por los derechos de quienes están viendo afectadas sus realidades. Tanto padece quien no tiene, como el que teniendo ve amenazada su propiedad sin que pueda contar con las autoridades para su protección. A punta de amenazas a los derechos no se hacen efectivos los derechos de los más necesitados.
Atrincherados en la resistencia nos encontramos muchos quienes no queremos permitir que las insignias de lo construido con tesón y carácter por gentes de bien continúen su indecoroso tránsito al infierno político. Estamos desprotegidos, cierto, por cuanto es dura la lucha para competir con la larga tradición de clientela obtusa, desgastada en verdad, pero suficiente para acumular la masa de votantes que los tiene sostenidos en sus curules, aun cuando pronosticamos, y aspiramos, que no por mucho tiempo.
En estas tareas nos deberíamos aplicar muchos ciudadanos. No basta con expresar el descontento, rabiar por los comportamientos de los indignos representantes de los partidos. Hay que hacer política buena, para evitar que nos sigan imponiendo la mala.
Nelson R. Amaya