Se dice que el agradecimiento es una virtud que florece en los corazones nobles de algunos seres humanos.
Pero en la naturaleza fuera de esta manifestación humana hay algunas gracias en otras especies que nos ponen a reflexionar.
La Etología que estudia el comportamiento animal, sobre todo cuando habla de los caninos, no reconoce como sentimiento el apego que tienen estos irracionales por sus amos. Pero algo debe suceder en su interior cuando ya la ciencia los cataloga como seres sintientes.
Para muestra un botón.
Cuando murió en San Juan del Cesar, Guajira, mi querido vecino Huges Armando Daza Cuello, más conocido como «el Monito de Elvia», dejó dos perritos recién nacidos, que eran su adoración.
Mi sobrino, Andy Mendoza Brito, que era su vecino y amigo, conocía de la existencia de los animalitos. Por el impacto de la muerte de su amo nadie se acordó en ese momento de los pequeños caninos hasta que mi sobrino los recogió casi moribundos, después de dos días de olvido. Los perritos duraron en la casa con Andy unas cuantas semanas mientras buscaban entre los familiares del Monito quién se encargaría de cuidarlos. Al fin, tuvieron suerte y consiguieron la protección que buscaban en la familia.
Hay que decir que el Monito era el último de los hijos de Próspero Daza y Elvia Cuello, había nacido con ciertas deficiencias que no le permitieron un desarrollo normal pero que no le impidieron ganarse el cariño del barrio. Con la muerte de sus padres se quedó viviendo solo en la casa de éstos, no porque no tuviera un familiar que se condoliera de su situación sino porque no hubo poder humano que lo convenciera para que se fuera a vivir con cualquiera de su sangre. En vista de su radical decisión los hermanos convinieron que mientras el Monito estuviera vivo nada se hacía con la casa. Eso sí, tomaba la alimentación donde Diana, una de sus hermanas, pero siempre volvía a la casa que fue de sus padres a pasar la noche.
Con la muerte de Huges Armando, empezó para los perritos una peregrinación entre los familiares, que hizo que Andy les perdiera el rastro.
La vida siguió su curso con todos los vaivenes y azares del destino.
Mucho tiempo después, cuando Andy se encontraba trabajando en Mercados Olímpica, y en su mente ya se habían borrados los episodios con los perritos, sucedió esta amable historia.
Andy ya tenía su hogar conformado y vivía en la carrera séptima, muy cerca de la casa de su madre, en la calle de Las Flores. Acostumbraba visitarla, antes de irse a trabajar, para saber de su suerte y tomarse el tinto mañanero.
En los últimos días había notado que, en reiteradas ocasiones en la casa de Asunción Álvarez, muy cerca de la suya, siempre encontraba dos perros grandes estacionados en la esquina, como si estuvieran esperándolo, y al pasar temeroso frente a ellos en vez de gruñir se mostraban amistosos y le seguían los pasos hasta la casa de su mamá. Luego se sentaban en la puerta de la calle a esperar que saliera de nuevo. Cuando Andy salía para dirigirse a la Olímpica, los benditos perros le cogían el rastro hasta la esquina de Asunción, se sentaban y lo miraban alejarse resignados. Él, intrigado continuaba su camino, pero su alma no quedaba tranquila.
Cuando Andy le contó a su madre lo que le estaba sucediendo con los perros, ella lo tomó jocosamente. Le dijo:
«Mejor pa’ tí, ya tenei quien te cuide».
Como el seguimiento de los perros se volvió repetitivo, Andy quiso indagar más sobre sus compañeros ocasionales.
Averiguando con sus vecinos pudo constatar que la dueña de los perros era Miryam Calderón, la amable vecina que madruga a barrer la puerta de la calle, dando ocasión para que «los amigos de Andy» salgan a callejear.
Como no se pudo saber a través de Miryam mayor cosa, sólo que se los habían llevado de Corral de Piedras, después de la muerte de Armando Oñate Mendoza, quien era su dueño, Andy decidió buscar otros métodos que le pudieran dar mayor información. Se acordó de los consejos de su madre de observarle la patica delantera izquierda, al de color negrito, para ver si tenía la cicatriz de un accidente que tuvo en la casa.
Con la colaboración de Miryam y la familiaridad que Andy había desarrollado con ellos, se hizo la investigación y efectivamente, la cicatriz no mentía.
De esta manera se pudo dar cuenta que sus viejos amigos eran Toby y Facundo, aquellos perros Labrador que fueron la adoración del «Monito de Elvia».
Esto quiere decir que para los buenos amigos no existe el olvido. O dicho de otra manera, cuando un ser es agradecido no olvida jamás a la mano amiga que le prestó ayuda.
¿O será que esta virtud, contrario a lo que se dijo al comienzo de esta nota, sólo florece en los seres vivos distintos a los humanos?
Luis Carlos Brito Molina