LOS MUERTOS QUE AÚN VIVEN

Todas las muertes son dolorosas, todas amilanan el alma. Sin embargo, hay unas que tienen su poder destructor más afilado y dejan para siempre sus marcas imborrables incrustadas en nuestro ser. Actúan como las señales de la varicela, que son las primeras que se asoman cuando uno se mira en un espejo y entonces aparecen como diciendo: aquí estamos, todavía no nos hemos ido.

Aquí va la historia.


UN ALUMNO POR LA CALLE

Habíamos entrados sudorosos al salón de clases después de un agitado recreo, bajo el sol ardiente de septiembre. La maestra estaba dispuesta a iniciar la próxima clase, pero cuando buscó en sus haberes y no encontró lo que buscaba alzó la vista para abarcar con su mirada la totalidad del salón y entonces levantó la mano y le hizo una señal llamativa a José Francisco Orta Fragoso, que estaba como en la tercera fila de los pupitres. El niño se levantó presuroso y se acercó a la maestra; ella le puso su mano derecha en el hombro y acercó su cara a la del niño, musitando algo que nadie oyó.

El niño José Francisco Orta Fragoso, a quien le decíamos “Pichucho”, después de recibir las misteriosas indicaciones de la maestra no volvió al pupitre, sino que salió directamente a la calle.

Los que veíamos la escena, y el mismo niño que se fue, éramos los alumnos del tercer año de primaria de la escuela de varones Rafael Celedón, que queda en la calle 2, contigua a la casa de la difunta Carmen Molina, entre la esquina de Mane Orozco y la de Cristóbal Marulanda, en nuestro querido pueblo de San Juan del Cesar.

Muchos dicen que fue por su propia iniciativa que el niño José Francisco pasó por su casa y sacó la bicicleta para hacer la vuelta sin que sus progenitores se dieran cuenta.
Sus padres Basilio Orta Rodríguez y María Josefa Fragoso Carrascal vivían en la esquina de la calle del Carmen con la carrera sexta, que es la misma vieja carretera de siempre. Eran dueños de un pequeño hotel que era conocido en todo el pueblo como la “Nueva Pensión”.

El niño entró a su casa sin ser visto, tomó su velocípedo, se montó en él y estaba atravesando la carretera cuando tuvo que bajarse porque se le zafó la cadena. No buscó la acera para corregir la avería sino que imprudentemente empezó la reparación del daño un poco a orilla de la vía, frente a la bomba de gasolina de Tulio Urbina, lo que es hoy la “Barra 2001.

Mientras el alumno de la calle colocaba la cadena en los piñones de su bicicleta apareció de la nada un camión cargado de mercancías que venía de Maicao a gran velocidad y al tomar el pequeño puente de la calle “el Paraíso”, el conductor perdió el control del automotor. El carro que pasó rasante por la orilla de la carretera se llevó con todos sus fierros al inocente estudiante de primaria.

El cuerpo de José francisco fue lanzado por los aires, formando una parábola mortal y estrellándose, diez metros más adelante, contra el suelo lo que aumentó en su humanidad los destrozos del impacto inicial. Los transeúntes del mercado con sus gritos y lamentos fueron los que advirtieron a sus padres del doloroso accidente.

Después de transcurrir unos instantes eternos, apareció su madre que venía como una loca y con la fuerza que da la desesperación, alzó a su hijo y se lo llevó a la casa, dejando un rastro de sangre en la arena que indicaba la trayectoria de la desgracia.

El camión era del municipio de Urumita, Guajira, y era conducido por un señor bastante mayor que le decían “Tabaquito”. El conductor al ver el impactante cuadro, se subió de nuevo al camión y emprendió la huida, desesperado, dobló la esquina de Carmen “La Joña” Oñate hacia el norte, desechando la carretera principal, y llegó hasta la orilla del pueblo, frente a la casa de Gonzalo Calderón, donde dejó el automotor abandonado. Siguió corriendo por el monte sin parar hasta perderse para siempre.

Cuando todo el pueblo reaccionó en su búsqueda ya era demasiado tarde para encontrarlo.
Mientras tanto en el salón de clases seguíamos atentos a las indicaciones de la maestra. De pronto se oyó un bullicio perturbador de la gente de la calle que gritaba y gritaba. Al asomarse a la puerta, la profesora vio pasar la manada acezante de personas que iban corriendo en busca del suceso. Uno de los que ya venían de regreso dejó caer la bomba perturbadora:

– ¡A un hijo de Basilio lo mató un carro!

De inmediato intuimos de quien se trataba. Entonces empezó la confusión y el descontrol. Todo se volvió llanto. Los niños salíamos de la escuela a la calle burbujeante de lamentos, sin control alguno por parte de nuestros profesores, porque ellos también estaban presos de la desesperación.

Muchos niños nos vinimos al compás de la bulla al sitio de los acontecimientos, pero fuera del murmullo de la gente parecía como si no hubiera pasado nada. Los carros volvieron a fluir por la carretera y a su casa llegaban más y más dolientes. Algunos comentaban y señalaban el rastro de sangre que llevaba al sitio exacto donde quedó su cuerpo maltrecho.
Toda esta historia desgarradora sucedió el martes 27 de septiembre de 1960, y quedó grabada en la memoria del pueblo como uno de los dolores más profundo que ha soportado San Juan del Cesar.

Quedó suspendido en el ambiente el enigma angustiante: ¿Qué diligencia inapropiada salió a hacer un niño inocente que le costó la vida?

Tuvo que pasar mucho tiempo, unos 33 años, para que su entierro multitudinario fuera superado por la avalancha fúnebre que produjo la muerte de Juancho Rois.
El día de su funeral todos los colegios, debidamente uniformados, marchamos silenciosos o elevando una oración, para acompañarlo a su última morada. Muchos municipios vecinos también se solidarizaron con la pena nuestra y enviaron sus delegaciones.
En el silencio del cementerio, mientras el sepulturero preparaba la bóveda para dejar en ella el cuerpo de aquel angelito, un compañerito, con ayuda de sus mayores, se subió a un panteón para que todos lo pudiéramos ver, y con su vocecita aguda y penetrante resaltó las virtudes de Orta Fragoso: colaborador, servicial y un corazón lleno de bondad. Así lo había demostrado desde su temprana infancia cuando dio señales de su catadura espiritual siendo sacristán del padre Dávila.

En ese entonces la familia Orta Fragoso vivía en la carrera séptima, abajito de la casa de Liborio Dávila, frente al portón del colegio El Carmelo, donde se ofrecía la misa en latín, de espalda a la feligresía. Su padre era un reconocido dentista, que tenía su consultorio en la misma casa.

Por poseer estos atributos de bondad y servicio, tal vez fue escogido entre todos sus compañeritos para realizar la diligencia fatal.

Después de los rituales cristianos, todos nos devolvimos a nuestras casas con la convicción profunda de que algo de nuestras vidas se había quedado enterrado en el camposanto.

Luis Carlos Brito Molina

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2 comentarios de “LOS MUERTOS QUE AÚN VIVEN

  1. Juan Carlos Franco M. dice:

    El ing. Luis Carlos Brito Molina fue mi jefe directo con su responsabilidad en la gerencia de la planta textil Pantex, del grupo Fabricato, en Antioquia. Diría que muy buen jefe, ecuánime en su actuar, autonomía en la gestión de sus dirigidos y pertinente en la corrección de los mismos….siempre nos defendía en la alta administración y nos daba el consejo aleccionador en privado.
    Grato recordarle a través de estas líneas de sus historias y el hobby de la escritura en y para la tierra Vallenata.

    • Juan Carlos Franco M. dice:

      El ing. Luis Carlos Brito Molina fue mi jefe directo con su responsabilidad en la gerencia de la planta textil Pantex, del grupo Fabricato, en Antioquia. Diría que muy buen jefe, ecuánime en su actuar, autonomía en la gestión de sus dirigidos y pertinente en la corrección de los mismos….siempre nos defendía en la alta administración y nos daba el consejo aleccionador en privado.
      Grato recordarle a través de estas líneas de sus historias y el hobby de la escritura en y para la tierra Vallenata.

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