MI HERMANO EL TRUPILLO

Los árboles son nuestros parientes. Hay uno de ellos, habitante del desierto, con el que estoy unido desde un tiempo y un orden referencial por atributos sociales. Ambos pertenecemos al clan de lo numeroso y lo sigiloso. Es el árbol del trupillo (Prosopis juliflora), que hoy ocupa grandes extensiones de tierra en diversos países de América. Entre los wayuu el trupillo es vinculado con el clan Uliana, uno de los más ricos en número de miembros en el tiempo actual. Los humanos establecen conexiones genealógicas distantes con estas plantas. Son diferentes grupos de seres vivientes que comparten un sentido del parentesco y una ética que guía las interacciones entre las distintas especies.

Este mitológico árbol es llamado mezquite en México. Juan Rulfo lo menciona en su cuento Luvina en el que describe a unas personas que “estaban mascando bagazos de mezquite seco y tragándose su propia saliva”. Es denominado cují en Venezuela y algarrobo en el Ecuador. El trupillo fue introducido en la India por la administración colonial británica como parte de una estrategia de reforestación y como fuente de combustible vegetal dado que es adaptable y resistente incluso en tierras pobres en nutrientes. Esta planta provee forraje para los animales y sirve como alimento para los humanos. Durante siglos fue una de las grandes fuentes de proteínas vegetales en la alimentación de los wayuu. Tristemente el consumo de sus vainas fue sustituido por el de harinas procesadas. Ello incidió en la autonomía como en la calidad de la nutrición actual de la población wayuu.

En su obra, Las plantas como personas, Mathew Hall afirma que en diversas sociedades humanas las historias de transformación reconocen a las plantas como sujetos volitivos y comunicativos. Estas narraciones instituyen las interacciones entre los vegetales y otros seres considerados como personas. Las sociedades y los individuos tienen, sin embargo, valoraciones divergentes acerca de las plantas. En la noción prevalente en el pensamiento occidental las plantas son vistas como seres que se encuentran situados en una escala inferior a la de otros entes vivientes como humanos y animales. Esto origina la llamada “ceguera vegetal” que percibe a la vegetación como un simple telón de fondo para la vida animal y humana. Más allá de su innegable valor utilitario, otras sociedades consideran que las plantas son el gran referente de la humanidad actual para expresar sabiduría, vocación pacífica, orden social y capacidad de mediación.

El trupillo, mi pariente, era para los wayuu en tiempos primordiales una persona sabia y prudente que curaba las fracturas de huesos. Por ello su corteza se sigue empleando para entablillar las extremidades quebradas de los humanos. En las sociedades amerindias las plantas pueden compartir con los humanos la pertenencia a unidades políticas y sociales como los clanes. Cuenta una narración indígena que Aipia, el trupillo, reconvino suavemente a la lluvia masculina en una ocasión por dejar caer el agua con violencia sobre las plantas pequeñas, las niñas del mundo vegetal. Este regaño causó su enojo y rencor. Desde entonces cuando llega la lluvia masculina suele lanzar rayos a los trupillos fulminando sus tallos y ramas.

A diferencia de animales y humanos, que se mueven de forma incesante, las plantas sabiamente permanecen en el lugar que les fue originalmente asignado. Ellas no desplazan de sus territorios a otros seres vivientes. Solo se unen para pedir el agua que las vivifica y despierta a la tierra de su transitorio desmayo causado por la sequía. La sabiduría de las plantas es aún más evidente cuando su vida declina pues mueren sin dramas y sin llamar la atención. Su partida es un acto discreto, sin alarmas, llantos, aullidos o hedores. El momento exacto de su muerte es un hecho imprecisa y gradual.

Weildler Guerra Curvelo

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