Hace poco tiempo, un potente recordatorio recorrió titulares: Sam Altman, director ejecutivo de OpenAI, advirtió que la IA no solo transformará tareas, sino que hará desaparecer categorías completas de empleo, con un impacto profundo en cómo trabajamos y nos organizamos como sociedad. Conviene tomarse en serio la alerta, pero sin fatalismos: la historia de la tecnología suele reordenar funciones antes que borrar vocaciones.
Hay dos oficios —a la vez artes y ciencias— cuya esencia no cabe en un código algorítmico: periodismo y derecho. No porque estén a salvo de la innovación, sino porque su propósito es moral antes que mecánico: hacer visible lo que importa y proteger a quien no tiene voz.
El periodismo no es un inventario de datos. Es una ética de la mirada que pone nombre al dolor, desenmascara corruptos y visibiliza las batallas diarias de los ciudadanos. Un sistema puede detectar patrones; un reportero reconoce vidas. Allí donde un algoritmo calcula probabilidades, una crónica escucha silencios: la líder comunitaria que defiende su orilla del río, el barrio que se organiza frente a un desalojo, el paciente al que la burocracia le negó un tratamiento, el modelo crediticio que discrimina sin rostro. La narración no es un accesorio: es el modo en que una sociedad entiende qué le pasa y decide qué debe corregir.
El derecho, por su lado, es el idioma público de los límites y las reparaciones. Convierte historias en derechos exigibles, en precedentes y en remedios. Es el arte de la palabra exacta y la ciencia de la prueba. Donde el periodismo enciende luces, la abogacía traza contornos: transforma la indignación en garantías, la denuncia en acción constitucional, el reportaje en reforma o en sanción.
La IA no invalida ese pacto; puede fortalecerlo. Las herramientas generativas ya transcriben audiencias, sintetizan expedientes, peinan repositorios y arman cronologías. Bien usadas, despejan tiempo para lo que no se automatiza: preguntar mejor, contrastar con escepticismo, escuchar con empatía, preparar un contraexamen que ponga la verdad en el centro, escribir una historia que incomode y a la vez persuada. En otras palabras, la tecnología como amplificador, no como sustituto del juicio humano.
La evidencia comparada invita a un optimismo prudente: a escala global, el efecto dominante de la IA generativa parece ser complementar más que reemplazar profesiones enteras. Si el futuro probable es de tareas transformadas —no de identidades borradas—, el reto es actualizar competencias sin abdicar de principios.
Desde luego, hay riesgos: la precarización disfrazada de eficiencia; la confusión entre velocidad y verdad; la tentación de delegar en la máquina decisiones que exigen responsabilidad humana. La salida no es desconectar, sino elevar el estándar: más verificación, mejor contraste de fuentes, formación ética continua, precisión en el lenguaje y rigor probatorio.
El horizonte, entonces, no es la rendición ante la técnica, sino un acuerdo de excelencia entre dos oficios que comparten ADN: Si el periodismo es la memoria activa de la comunidad y el derecho su conciencia normada, la década por venir no nos pide elegir entre humanidad y técnica, sino poner la técnica al servicio de la humanidad.
Santiago Torrijos Pulido

