En efecto, Rojas Pinilla, se había hecho elegir por la asamblea nacional para el período siguiente. Y luego solicitó un nuevo término que, según los cálculos del general, habría de prolongarse hasta 1962. Y su mandato, si bien aceptado sin titubeos por el populacho, comenzaba a provocar toda suerte de reacciones de quienes veían con espanto la forma como el régimen derivaba cada día más hacia una dictadura atrabiliaria.
Las protestas por sus excesos hacían prever un desenlace de esta naturaleza. Estaban aún frescas en la memoria del pueblo las imágenes de la mortífera jornada en la plaza de toros La Santamaría, donde la soldadesca se presentó un domingo por la tarde a matar con sus disparos de metralla a quienes estuvieran presentes en los graderíos o a quienes se sospechara hubiesen participado en la silbatina del fin de semana anterior contra María Eugenia Rojas, la hija del general, inútil derramamiento de sangre de jóvenes estudiantes en las principales calles de la ciudad, por el sólo hecho de que estos últimos liderasen las protestas en contra del régimen dictatorial en el cual había caído el macabro experimento pacificador del general Rojas Pinilla. El convenio al que llegarían los dirigentes de los llamados partidos históricos, sería rápido. Alberto Lleras Camargo no tuvo necesidad de agotar demasiadas reuniones con Laureano Gómez, a fin de llegar a un acuerdo final.
Los unía una infinita vocación por las reglas del juego democrático o, aún con más fuerza, el rechazo genuino contra el régimen que había roto, con su acción intrépida, el hilo conductor de la constitucionalidad. El primer documento conocido por el país fue una declaración de principios en donde ambos dirigentes partidistas se comprometían a poner sobre el escenario de los acontecimientos todos los medios para lograr en el corto plazo el restablecimiento de las instituciones democráticas. Luego se conoció un segundo documento redactado en forma más casuística en el cual se establecía con claridad cómo se llevarían a cabo los actos de desconocimiento de la tiranía. Y, además, se consignaban reglas con vocación de permanencia a fin de que se garantizase la marcha de los sucesivos gobiernos, después del retiro del general Rojas Pinillla del poder.
La soberbia exacerbada del general no soportó más de una semana de permanentes movilizaciones para precipitar su retiro. Un paro general terminó de convencerlo de que era mejor para la sociedad dar un paso al costado. Y luego de discutir los términos de su salida con los más importantes dirigentes de los partidos, decidió encargar el poder ejecutivo a una junta militar presidida por el general Gabriel París, mientras que con un gesto de resignación firmaba su renuncia irrevocable a la jefatura del Estado en una madrugada envuelta en las brumas de comienzos del mes de mayo. Los ciudadanos se enteraron de la estrepitosa caída de Rojas en la medida en que se despertaban en sus casas. Ya como a las diez de la mañana una aglomeración de gentes venidas desde todas partes se había tomado las principales calles de la capital para expresar su júbilo por el derrocamiento final de la dictadura.
Después de cuatro años de una lucha sin desfallecimientos, la sociedad entraría en una etapa a la cual se le denominó el frente nacional, para algunos una democracia restringida e impenetrable para quienes no perteneciesen a uno cualquiera de los llamados partidos históricos, para otros, un acuerdo maestro al que habrían llegado los partidos políticos después de lustros de permanentes enfrentamientos desgarradores. Con la elevación de los acuerdos a rango constitucional, para lo cual fue necesario su aprobación por el pueblo en unas elecciones de carácter refrendatario, el país entró en un capítulo en donde el poder se repartiría por partes iguales entre los partidos históricos durante dieciséis años. Con la estrepitosa caída de Rojas, Laureano Gómez volvió a estar presente en el escenario político para renunciar al primer turno de los conservadores en el acuerdo bipartidista.
Y proclamar la candidatura de Alberto Lleras Camargo a la presidencia de la república por el frente nacional. Y aunque alcanzó a ver la posesión de Guillermo León Valencia, murió el 13 de julio de 1965, cuando aún no se había consolidado el régimen de responsabilidad compartida entre las colectividades históricas, las cuales, según los resultados finales del plebiscito, representaban en ese momento la voluntad de más del noventa por ciento del cuerpo electoral. El país había votado esperanzado por la continuidad del régimen surgido en el consejo de delegatarios en 1886, con las reformas introducidas por el congreso hasta la aprobada durante la efímera primera administración de Lleras Camargo.
Idy Bermúdez Daza