NORMALIZAR LOS DELITOS DE CADA DÍA

Entendemos como normalización una actividad o un proceso de ajuste, de adaptación, que tiene por objeto rediseñar ciertas características en un producto, servicio o procedimiento, con el propósito de que estos se asemejen a un modelo o tipo común, para lograr obtener un nivel de ordenamiento optimo, eficiente y aprobado por sus demandantes y usuarios; en un contexto determinado, sea administrativo, académico, tecnológico, político o económico. La normalización eleva la calidad de ese producto, servicio o procedimiento, superándose día a día, en beneficio de la potencialidad del mismo y de sus consumidores.

Desde mucho tiempo atrás, pero acentuado en los últimos años y especialmente en los últimos veintiséis meses, los ciudadanos de bien en este país (término que no le gusta a la izquierda radical en el poder ni a sus progres bodegueros y  barras bravas), hemos sido espectadores de un simulacro de normalización democrática del delito: ante un forzado procedimiento administrativo – constitucional, se desconoció un claro Referéndum de rechazo nacional a cohonestar con delincuentes de lesa humanidad, otorgándoles beneficios políticos y laborales; beneficios jurídicos y judiciales, sociales, financieros y económicos, como quiera que convirtieron en sociedad comercial productiva y superavitaria, la enorme contabilidad de activos producto de un quehacer terrorista y mafioso, con cincuenta años de operaciones criminales exitosas. Así mismo, normalizamos que se remunere a delincuentes para que no sigan asesinando o que sea normal y usual que los presidentes de Cámara y Senado reciban coimas para aceitar y aprobar las iniciativas legislativas del gobierno petrista.

Siempre he considerado las amnistías de delincuentes, de criminales, terroristas y sociópatas de la historia universal, como el mayor error de la política y el peor sometimiento de la justicia.  

Pero todo ello ocurrió sin mayor resistencia de la sociedad civil colombiana, y muy a pesar de nuestras instituciones y de la oposición política y ciudadana del momento, el gobierno de turno, sus áulicos de las comunicaciones, los organismos internacionales, y los defensores de Derechos Humanos, tan proclives y afectos a la izquierda radical y al terrorismo internacional, lograron normalizar semejante operación de lavado de activos; normalizaron y legalizaron prontuarios extensos de delitos de lesa humanidad y declararon impolutos legisladores a varios delincuentes con asiento permanente en el Congreso de la República, con salarios competitivos, beneficios laborales extraordinarios y una pensión de vejez especialmente cuantiosa, garantizada de antemano.

 

¿Cómo llegamos a esto y cómo lo aceptamos?

Hoy, cada día nos levantamos para asistir a un nuevo escenario de delitos, escándalos y actos de corrupción increíbles, como si ello obedeciera a la nueva normalización de las costumbres políticas, el estilo de un gobierno y la conducta de sus funcionarios. Cada día es normal presenciar una seguidilla de barbaridades que ya no despiertan sorpresa alguna; y lo peor, existe un silencio patético, cómplice, indiferente, grosero, de los órganos de control y/o de quien debería investigar el delito y la conducta criminal del funcionario implicado, llámese Procuraduría, Contraloría, Fiscalía, Corte Suprema o Comisión de Acusación.  

La persecución del delito y la corrupción no es un tema de derechas o de izquierdas; claramente, ello debe ser un principio y un presupuesto del estado social de derecho y una garantía constitucional eficaz, que no requiere refrendarse ni solicitarse ni cuestionarse; debe ser inherente a una democracia con clara y respetuosa división de poderes y una civilidad sin distingos entre mayorías y minorías.

De una campaña presidencial anticipada con topes desbordados, seguimos al escenario de posibles financistas con apoyos oscuros de mafias y narcotráfico; luego estábamos ante un sindicato de educadores que apoyó una ideología como línea pedagógica, con fondos de diferente destinación; pasamos luego a conocer la cueva de Ali Babá de la UNGRD, con cifras espeluznantes e históricas en la expoliación del erario; continuamos viendo la escena siguiente de los contratos alterados y con sobrecostos: de los muchos, aquí rescatamos los tristemente famosos carrotanques enterrados en la arena desértica de la Guajira; todo un código de piratería o cosa nostra; y la tragedia de ECOPETROL, con un presidente y su novio manejando la empresa como un gallinero. La escena siguiente es la confesión pública de funcionarios pidiendo un principio de oportunidad a Fiscalía para revelar un entramado delictivo; y asistimos últimamente, a las declaraciones de la señora Alejandra Benavides que implica al ministro de Hacienda, Ricardo Bonilla, en oscuros manejos y vericuetos de corrupción tan flagrantes, que es verdaderamente vergonzoso que el presidente haya tardado tanto en separarlo del cargo, ante la abultada evidencia. Sin embargo, causa mucha curiosidad que la destitución se produce cuando el ex ministro radica una demanda contra Nicolás Alcocer, hijastro de Petro, y Ricardo Roa, presidente de ECOPETROL, por indebidas injerencias en el caso del parque solar Urrá. Finalmente, asistimos al reintegro en el equipo de gobierno, en su nuevo rol de “asesor”, del señor Armando Benedetti, funcionario emblema y ejemplo público de derroche, corrupción, ineficiencia, secretismo, traición, excesos, misoginia e inestabilidad emocional.

Sigue un largo etcétera de nombramientos ilegales, confesiones y procesos penales abiertos a familiares cercanos a presidencia; investigaciones sobre suicidios, polígrafos y maletas con dinero en efectivo perdidas, aún inconclusas y lentas; abierta cooperación cómplice con el gobierno mafioso de Nicolás Maduro y su corte bananera de la Gestapo, que daría presuntamente, hasta para pernoctar en las islas del Rosario con un criminal de lesa humanidad: el ministro venezolano Padrino López, próximo a ser imputado por la Corte Penal Internacional y por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, por su prontuario delictivo. 

 

¿Cómo permitimos que todo esto se volviese paisaje y se normalizara?

Que la política colombiana regrese al orden y a la observancia de la ley, que regrese el respeto y el decoro en la administración de los recursos públicos y la independencia de los poderes públicos; ¡Que la persecución decidida y frontal contra la corrupción y la criminalidad sea real, debe ser nuestro imperativo categórico como sociedad democrática, mucho antes, sin duda, de las elecciones para un nuevo gobierno en 2026!

 

Luis Eduardo Brochet Pineda

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