OPERACIÓN FINAL

Hace cierto tiempo tuve la oportunidad de ver una película; a pesar que los hechos sucedieron muchas décadas atrás, nos remite a la actualidad mundial donde aún enfrentamos genocidios, persecuciones e incluso, crímenes de Estado. Dichos fundamentos esbozados en la película trayéndolos al campo del Derecho, realza el mantener vivo un principio básico, el que nadie está por encima de la Ley.

Operación Final como se denomina la película revive uno de los episodios más complejos de nuestra historia contemporánea, la captura en Argentina del nazi Adolf Eichmann, responsable logístico del holocausto como se le conoció.

A partir de dicho juicio celebrado en 1961, nace el concepto de la banalidad del mal desarrollada por la filósofa Hannah Arendt, en la cual despliega en su tesis que las peores atrocidades pueden ser cometidas por personas comunes que renuncian al pensamiento crítico, refugiándose en la obediencia ciega y la rutina.

Veamos. Muchas veces las personas se equivocan al pensar que este tipo de reflexiones pertenecen solo a los libros de historia. La banalidad del mal vive y respira nuestro presente, en gestos y decisiones aparentemente inocuas que, sostienen sistemas injustos y a veces letales. Por ejemplo, en esta era digital, el concepto acuñado por Arendt encontró un nuevo escenario, la “plaza digital”, donde un comentario, un meme o un “compartir” pueden convertirse en actos de linchamiento moral.

Este fenómeno lo describe el filósofo alemán Byung-Chul Han como parte de la “sociedad de la transparencia” y del “enjambre digital”, en el que multitudes anónimas actúan sin rostro ni responsabilidad, impulsadas por la inmediatez y la sobreexposición. La violencia no solo es física, la reputación la destruyen en segundos y el espacio para la reflexión se ahoga en un mar de reacciones impulsivas.

Por su parte, el historiador Yuval Noah Harari advierte que las tecnologías no solo conectan, sino que moldean la mente colectiva y amplifican las emociones más primitivas. Dice Harari que los algoritmos priorizan la indignación, el miedo y la burla, porque eso mantiene nuestra atención, aunque degrade el tejido moral de la sociedad.

En este contexto actual, el mal se banaliza con un “like” o un “retuit” que no parecen gran cosa, pero que pueden arruinar vidas. El reto de nuestro tiempo es detenernos a pensar antes de actuar como autómatas, resistiendo la tentación del juicio instantáneo porque en la era digital, la banalidad del mal no se viste de uniforme, sino de viralidad.

El verdadero peligro radica en renunciar a pensar y no me refiero a pensar como un ejercicio netamente académico, sino en la capacidad que tenemos como seres humanos de detenernos y preguntarnos si lo que hacemos es justo. Contrario sensu, la obediencia ciega, la rutina y la indiferencia hacia el otro son terrenos fértiles para que el mal prospere sin contención. En nuestro país lo vemos a diario al privar del goce efectivo de derechos fundamentales a los ciudadanos, no solo con un disparo sino con la omisión del deber que termina condenándolos.

En estos tiempos donde la polarización, la desinformación y la crisis social nos empujan a elegir extremos antes que ideas, la lección de Arendt cobra vigencia. Pensar es un acto de resistencia, decir “no” cuando la conciencia lo exige, aunque suponga enfrentar o ir contra la corriente, es quizás la forma más poderosa muchas veces de frenar el mal cotidiano.

No siempre podremos cambiar el sistema de un golpe pero cada decisión consciente erosiona la lógica del “solo cumplía órdenes”. Y, aunque parezca poca cosa, es precisamente en esos actos individuales donde empieza la posibilidad de una sociedad más justa.

 No son los monstruos quienes sostienen las injusticias, sino las personas comunes que dejan de pensar no como un derecho, sino como un deber.

Roger Mario Romero

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