PENSAR NUESTRAS CIUDADES Y TERRITORIOS… A PROPÓSITO DEL CALENTAMIENTO GLOBAL Y EL CAMBIO CLIMÁTICO

Hay todavía quienes se empecinan en discutir y acaso negar las nuevas realidades que vivimos en estos tiempos de hoy con relación al clima y sus manifestaciones más evidentes: sequías prolongadas, lluvias torrenciales, huracanes de extrema fuerza y peligrosidad, ríos colmatados e inundaciones, torrentes desbordados de enorme poder destructor.   Se llega a decir con insistente frecuencia que son los ciclos normales del clima y que todo este ruido es puro embeleco de ambientalistas que se oponen de manera radical al progreso y se atraviesan a cualquier iniciativa de desarrollo con el simple argumento de que se está alterando peligrosamente el balance del planeta y que ello puede conducir a una nueva extinción masiva de especies, nosotros los humanos incluidos entre ellas.  Se llega a afirmar, incluso, que en algún rincón de laboratorios secretos de los países desarrollados se están manipulando los datos para hacer ver que la situación está bajo control y que lo que se dice en las universidades y en los ambientes científicos roza con la ciencia ficción. No lo sabemos en realidad, pero para estar más tranquilos y seguros del curso que hemos de tomar en nuestras vidas es mejor observar lo que está pasando en nuestras ciudades y territorios, porque somos en el fondo responsables de nuestras vidas y de las vidas de todos nuestros semejantes, y así mismos responsables de aportar conocimiento e iniciativas quienes han tenido el privilegio de estudiar y entender el asunto un poco más allá de lo que logra el común de las gentes.

En el desarrollo de los postulados siguientes, que no son afirmaciones ni conceptos absolutos, discutimos sin presiones lo que nos importa tener presente con relación al cambio climático, para que se pueda pensar y de repente diseñar rutas seguras hacia el futuro de nuestras ciudades y territorios, porque de ello depende nuestra supervivencia, lo quieran aceptar los críticos o no.  Con ello dejamos dicho que la viabilidad de nuestra civilización actual, estemos todos de acuerdo o no, se funda en el buen funcionamiento de nuestras ciudades y enclaves de civilización, en donde se espera que suceda la concurrencia sistemática de previsiones y aciertos que deben conducir a resultados que se concretan en posibilidades reales para sobrevivir en la forma más adecuada posible. Los gobiernos son responsables de que suceda de esa manera.

En todo esto, el agua ocupa primerísimo lugar, no sólo por tratarse de un elemento vital cuya disponibilidad debe asegurarse como condición para la supervivencia de las gentes, sino porque puede ser uno de los elementos más destructores cuando se sale de control.  El panorama actual que presentan los medios del mundo y del país no deja la menor duda al respecto. No se trata, pues, de enfocarse en lamentar desastres como los que ya se insinúan en muchas partes de este dolorido planeta, vistas las señales que se nos presentan a diario, sino de ponernos de pie para actuar en consistencia con lo que ya sabemos que ha comenzado a suceder, para que la próxima vez, que probablemente será más severa, no nos tome por sorpresa.  De eso se trata cuando decimos que hay que pensar mejor nuestras ciudades y los procesos de desarrollo que nos involucran, porque los costos de la imprevisión y la negligencia, unidos a los de la improvisación y la corrupción rampante, suelen ser demasiado altos en términos de vidas y bienes de capital que nadie repone. Es cuestión de actuar por anticipado, de manera responsable, lo cual exige acopio de la máxima disponibilidad e ingenio para que podamos sentir que nuestras ciudades y territorios son y funcionan como un entorno seguro para la vida y bienestar de todos, sólo porque hemos hecho a tiempo lo que debe hacerse, que viene a ser muy contrario a lo que estamos viendo que se hace, que es dejar pasar el tiempo sin hacer nada, o seguir en la pésima práctica de despilfarrar recursos en obras inconclusas, mientras nuestras ciudades y territorios se atrasan y se transforman en trampas mortales, casi siempre en perjuicio de los más pobres.

 

El agua, ¿un enemigo oculto? 

¿En qué momento el agua se torna en enemigo mortal? Los libros antiguos, desde los sumerios y acadios hasta la Biblia, dan cuenta del “Diluvio Universal” como un hecho real que acabó con la Humanidad en los tiempos del octavo milenio a.C. Desde entonces tenemos evidencia de que las relaciones de los pueblos con el agua no son un asunto menor, sino que, muy al contrario, han de llevarse con inteligencia so pena de sufrir graves consecuencias. Sabemos de civilizaciones que desaparecieron bajo el agua, así como es un hecho probado que Egipto estableció una relación amistosa con el Nilo y logró una historia de armonía y prosperidad que se extendió por tres milenios. La India ha hecho y hace otro tanto con el Indo y con el Ganges; China lo hace y con más ímpetu con el Yang-tse y tantos otros en su extenso territorio. Así, el número de casos en todo el planeta en los que opera esta fórmula de convivencia entre la urbe y el río es inmenso, sólo que hay que saberla manejar, no sea que ese noble vecino se convierta en el peor dolor de cabeza para los pueblos.

Los ríos vienen a ser parte muy principal del legado natural más maravilloso que pueden tener los países, pero es necesario entenderlos como un ser dinámico que crece cada vez que es necesario, dado el caudal de aguas que le aportan las montañas y los valles en tiempos de lluvias intensas. Es entonces cuando se lo ve convertido en un enemigo para los pueblos ribereños. El río crece porque tiene que crecer, esa es su dinámica, de modo que no se hace nada tratando de impedir que funcione como debe funcionar, inundando las planicies de su cuenca para absorber el exceso de aguas invernales que vienen de las partes más altas, para luego conducirlas hasta el mar.  Es preciso entender, pues, que el río necesita de todo su espacio para cumplir su función amortiguadora de inundaciones, y que es un esfuerzo perdido el tratar de confinarlo porque siempre queda el riesgo de que pueda salirse del cauce si el volumen de aguas en tiempos de lluvias extremas excede su capacidad normal.  Así es que, tarde o temprano, los ríos pueden recuperar su curso y causar en ello enormes daños en los entornos ribereños que invaden el cauce, lo cual suele presentarse y se publicita como “desastre natural”, como si el río fuera el responsable del problema.

 

¿Desastre por Decreto? 

Ante tal situación de emergencia en el Pacífico, en el Caribe y hasta en Bogotá, con viviendas destruidas y vidas perdidas, plantíos inundados y cosechas perdidas, y hasta obras de infraestructura dañadas, el Gobierno Nacional se apresura a decretar el “desastre” para poder destinar recursos para ayudas humanitarias y compensaciones para los damnificados, tratando con ello de paliar el dolor de las pérdidas y brindar ánimos para que las gentes sigan adelante con sus vidas. Nadie pretende discutir la medida, porque corresponde al Gobierno Nacional hacer las previsiones y ordenar las acciones necesarias para superar la emergencia y porque la situación es realmente grave. El Estado tiene el deber de buscar la forma de ayudar a las personas que lo han perdido todo en donde quiera que el agua ha hecho estragos, lo cual está bien si se hace con la pulcritud administrativa necesaria – que no es el estilo que impuso la UNDRD -, pero no es ahí donde debía estar la atención y esfuerzo principal del Gobierno, sino en la solución definitiva de los factores que conducen a tantos problemas. ¿Por qué razón no se impulsa la gestión de soluciones definitivas mediante estudios y ejercicios de planificación ordenados y oportunos, previamente a que se presenten las situaciones de emergencia? ¿Será el país capaz de planificar las soluciones con anticipación? ¿Podrá el país actuar con diligencia para prepararse a lo que se ve venir, antes que se repitan las condiciones extremas?

 No, el país vive embelesado en el espectáculo de dineros que corren a montones mientras pasan las temporadas invernales, hasta que todo vuelve a la normalidad y las cosas quedan como si no hubiera sucedido nada. Entonces se olvidan las obras e inversiones que es necesario hacer y que son de completa urgencia hasta que el ciclo de emergencia se repita.  Sólo se actúa frente a las emergencias con ayudas humanitarias y auxilios, que son gastos no conducentes a soluciones definitivas, y todo porque la emergencia tomó al país por sorpresa. El monto de dineros gastados sin que se resuelvan los problemas es inmenso.

No podemos perder de vista la millonada que durante décadas ha gastado la Nación y los municipios ribereños de todo el país construyendo diques monumentales tratando de mantener los ríos en su puesto. ¿Y qué decir de gasto colosal que hay que hacer cada vez que el río Cauca rompe los diques interpuestos en la región de “la Mojana”, ignorando que es una depresión geográfica o zona de subsidencia cuya vocación es netamente fluvial y debería permanecer inundada?  ¿No estableció el pueblo Zenú, más de un milenio atrás en el tiempo, una inteligentísima tecnología de canales que podía aplicarse hoy para manejar esa dinámica de aguas en terrenos preparados para la agricultura?  ¿Es que la escuela egipcia del manejo de las inundaciones para potenciar la agricultura no sirve en la actualidad?

La cuestión aquí está en hacer conciencia de los errores y equivocaciones que comete el país tratando de llevar la contraria a su propia condición natural. Los ríos no son el enemigo, el enemigo es la inacción y la negligencia.  En la casi generalidad de los casos, los efectos no esperados – y no deseados- de la dinámica natural de las aguas se presentan como “desastre natural”, cuando nunca es la responsabilidad del agente natural sino de los agentes antrópicos que, habiendo realizado modificaciones en el entorno, no necesariamente adecuadas, y ocupado áreas del cauce natural, quedan abocados a soportar daños y perjuicios causados por las aguas que buscan recuperar su cauce y que, una vez allí, se resisten a salir. La disyuntiva de todo esto está en reconocer quién debería estar en el lugar, si el río como ocupante natural o las poblaciones como ocupantes ajenos, sabiendo que el cauce del río no es el lugar más adecuado para establecerse. Nadie quiere que las aguas violentas entren en los espacios que ahora están ocupados en razón del crecimiento de nuestras ciudades y el desarrollo en las zonas rurales, que de suyo le pertenecen al río, pero nos encontramos cada vez con el argumento popular de que “… en esta circunstancia está primero el interés de las gentes”.

 

¿Y frente al Cambio Climático, qué?

Llevamos décadas hablando del evidente calentamiento global. Ese incremento de temperatura, cualquiera que sea su causa, ya tiene efectos medidos en la reducción de los glaciares de montaña y el retroceso de los polos, lo cual representa ya un riesgo para las ciudades y territorios costeros, pero también para el resto de los pueblos en tanto el derretimiento aporta una cantidad descomunal de agua que satura la atmósfera y regresa a la tierra en forma de lluvias cada vez más copiosas, con los efectos que estamos viendo. Quiere decir que vivimos una época de “inflación hídrica” que no se detiene y que debemos aprender a manejar, so pena de terminar bajo las aguas. Lo que tenemos es un caudal de lluvias que no teníamos antes y para el cual nunca nos preparamos. Nuestras ciudades fueron construidas para un patrón de lluvias que ya no existe, ya cambió, y se establecieron infraestructuras de drenaje – si es que las hay – que ya no son capaces y suficientes para mover volúmenes de agua evidentemente superiores. Hay que corregir el triste panorama de ciudades sin drenaje, o mal drenadas, para ir avanzando en soluciones. Las DANAs en España y lo que estamos viviendo en Colombia son una muestra clara de lo que estamos enfrentando en razón del cambio climático. Tenemos claro que los ciclos invernales no son cosa nueva, siempre han existido, pero en la presente situación inflacionaria son cada vez más severos y destructores. 

Acabamos de salir de un año de sequía extrema que pudo casi reventar los sistemas de acueducto de nuestras ciudades, para que luego vengan las lluvias causando estragos en todo lugar. ¿Cómo vamos a enfrentar esta nueva realidad? Esto no se resuelve comprando paraguas para todo el mundo, se resuelve estudiando con cuidado qué es lo que tenemos bien hecho y puede prevalecer, qué es lo que tenemos que mejorar y cuándo lo vamos a hacer, y qué es lo que no hemos hecho para que nos pongamos a trabajar. Nuestras ciudades deben construirse y ajustarse pensando en lo que está sucediendo y no se debe repetir. No podemos seguir planificando como décadas atrás, con niveles de exigencia menor, sino con una agresiva mirada de futuro que nos lleve a planificar verdaderas inversiones estratégicas que nos preparen para enfrentar lo que viene, que es un asunto mayor.

 

¿Dinero de dónde?

Suponiendo que no volveremos a vivir una vergonzosa administración como la presente, llena de actos de corrupción indignantes, el Gobierno Nacional debe reunir sus mejores capacidades de negociación para acercarse a las cumbres de naciones, los foros multilaterales de inversión, los fondos internacionales, en donde los países como Colombia, que no contribuyen al Calentamiento Global por encima del 0,2% del total de emisiones, en posición de negociar compensaciones que fortalezcan las finanzas nacionales, apoyados en el argumento que somos de esos países que tenemos que pagar los “platos rotos” del Cambio Climático debido a la nueva presencia de huracanes, el aumento de la pluviosidad y la ocurrencia de eventos torrenciales, así como la ocurrencia de sequías severas.

La declaración del “Desastre” está bien, pero no para dirigir auxilios y ayudas humanitarias hacia los damnificados, que es algo tiene que hacerse de todas maneras, sino para poner la totalidad del Gobierno Nacional en función de trabajar en la prioridad de preparar el país para enfrentar el Cambio Climático. El fenómeno ya está aquí y no da tiempo de espera.  Implica que debe ponerse a estudiar soluciones, planificar, buscar recursos y dar resultados satisfactorios, porque es lo que el país necesita. Todos los municipios del país, y la Nación en general, deben entrar en Emergencia por esta causa y ajustar su acción en torno a esta prioridad inaplazable.

 

Arturo Moncaleano Archila

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