No porque lo que llamamos ‘Democracia’ ha perdido tanta aceptación que no son mayoría los países que se encuentran cobijados por ese sistema político, ni porque la inmensa mayoría de la población mundial está bajo gobiernos con otros modelos, ni porque dentro de aquellos que aún se rigen por él son más los ciudadanos que lo cuestionan que aquellos que lo respaldan.
Tampoco es en referencia a que no se debe confundir ese sistema político con los valores que supone defender y que le darían una legitimidad y justificación; es decir que no nos sirve no es tampoco por ser una entelequia con la cual cada quien entiende por ‘Democrático’ un sinónimo de ‘ideal deseable’ sin que exista claridad respecto a en qué consiste, ni por qué lo sería.
Se trata de señalar lo poco que nos sirve como modelo el que existe en Estados Unidos, aunque tampoco por las deficiencias que muestra en su operación en la actualidad, ni por lo detestable que podemos verlo en estos momentos.
Lo que está haciendo Trump no podría repetirse aquí porque, dentro de la ambigüedad qué tal palabra permite, nuestro esquema de gobierno se aplica a estructuras sociales y políticas diferentes.
La «órdenes ejecutivas» con las cuales Trump está cambiando no solo su país sino el mundo no tiene restricciones iguales a las que nuestros gobernantes tienen para expedir como ‘Decretos Ley’. Dado que la estructura jurídico-política de los Estados Unidos es un tratado entre Estados, y con el fin de que no esté condicionada al eventual veto de alguno de los miembros de la Unión, la jerarquía y la capacidad del gobernante requiere la autonomía suficiente para tomar las decisiones que considere de superior relevancia o urgencia. No necesita como entre nosotros una declaración de ‘conmoción interior’, ni la firma de todo el gabinete para poder comenzar a expedir esa legislación especial. Ni requiere que las condiciones sean tales que deban ser demostradas o probadas para pasar el control constitucional. Las ‘órdenes ejecutivas’ tienen por ejemplo el pretexto o la justificación de la ‘Seguridad Nacional’ (como se alegó cuando se decidió la política antidrogas), o, como se han motivado algunas bajo este Presidente, puede ser suficiente que contraríen ‘las políticas que adelanta el gobierno’
El control que sí tiene es el de la Corte Suprema, aunque solo para que no sean violaciones a la Constitución. Pero aún en esto la operatividad es diferente puesto que el trámite es por circuitos en los que cada Juez Federal es autónomo aun cuando sus decisiones afectan a todo la Unión. Por eso la suspensión de ciertas medidas es transitoria, sujetas a que pueden ser apeladas pasando a la instancia de la Corte Suprema ante la cual no puede presentarse ninguna demanda directa.
Particularmente interesante es el caso de por qué Trump puede desconocer los Tratados de Libre Comercio o porqué tiene la potestad de retirarse de los Convenios Internacionales como el Acuerdo de París o la Organización Mundial de la Salud. Lo que sucede es que la Constitución Americana no admite los Tratados Internacionales como de mayor jerarquía que ella misma, por lo tanto, no la viola al decidir sobre ellos.
De hecho, desde la formación de los Estados Unidos el Gobierno Federal inicialmente solo tenía y solo supone tener autoridad sobre aspectos específicos (Moneda, Relaciones Diplomáticas, Comercio Exterior, y Fuerzas Armadas). Por extensión interpretativa se ha expandido ese campo a otras actividades, pero Trump parece estar especialmente concentrado en ese poder primario pues, exceptuando el manejo del dólar, usa los aranceles, las sanciones diplomáticas, las restricciones al Comercio y las amenazas de intervención armada para imponerse más allá de su país, al mundo.
Juan Manuel López Caballero