A principios de la década del 70 asistí a mi primer “Quinceañero” formal en Barranquilla. Era las efemérides de María Elvira Bornacelli, una alegre y esbelta doncella del vecindario de la calle 90, en el Barrio “La Campiña”. Javier Romero, Rafa Ariza (q.e.p.d.) y el suscrito, fuimos sus más cercanos “asesores” masculinos durante los tres meses que duró la parafernalia previa del evento.
Su madre, Doña Máxima Polo, era una matrona que tenía toda la autenticidad y el estilo matriarcal de las mujeres de pueblo, aun en el mundo artificioso de la ciudad. Ella la puso a escoger su regalo de 15: Una fiesta principesca en el Club Alemán o un inolvidable viaje de ensueño por varios países de Europa. Y María Elvira se decidió por la fiesta.
Una vez confirmado el asentimiento de Doña Máxima para celebrar la fiesta, inmediatamente se ocasionó una transformación en la rutina del vecindario. La solvencia económica de la familia Bornacelli, sumado al entusiasmo y la alegría que les producía a sus hermanos mayores, especialmente a Jaime, celebrarle los 15 años a su hermana menor, eran suficientes argumentos para presagiar una fiesta pomposa y monumental. Rafa Ariza impuso su criterio de que la Orquesta no debería ser otra distinta a “Los Hermanos Martelo”, ya que ellos tocaban el porro como los Dioses. Y nada de Vallenatos. A pesar de que en nosotros vibraba el acordeón, la caja y la guacharaca, en esa época era pecado subir un conjunto Vallenato a la tarima de un club social. Y Javier opinó que, para asistir a una fiesta de esa envergadura y espectacularidad, mínimo había que asistir con saco y corbata.
Martha y Ana Luz Bornacelli, las hermanas mayores de María Elvira, en compañía del comité femenino conformado además por Clara Inés y Gala Lucía Romero, Totoya Ariza y otras vecinas, se encargaron de coordinar todo lo concerniente al arreglo floral, vestuario, buffete, alfombras, decoración, tarjetas, recordatorios y demás perendengues conexos.
La organización del evento iba viento en popa y todas las tardes, en cualquier terraza del vecindario se podía producir una reunión del Comité Organizador, sin necesidad de previa convocatoria. En el vecindario comenzaron a circular los rumores de quienes serían invitados y quienes serían “negreados”. De repente María Elvira se volvió una vedette en toda la cuadra y en todo el barrio. Incluso, algunos amigos distantes comenzaron a saludarla con más cariño del habitual, con el fin de asegurarse de que no serían excluidos del convite, pues las tarjetas empezarían a circular unos 20 días antes de la fiesta.
Faltaban dos meses para el día señalado y el Comité Asesor Masculino identificó dos graves problemas que exigían urgente solución: El primer impase era la necesidad de ordenar la confección de sendos vestidos enteros, porque no teníamos traje de corbata, con excepción del uniforme del colegio. Rafa solicitó dinero a sus padres en Santa Marta y yo elevé similar petición a los míos en San Juan. Javier tuvo que dramatizar la urgencia de confeccionar un vestido, porque Lucy no estaba de acuerdo con ese gasto. Y el segundo problema era que Javier y yo no sabíamos bailar. Rafa, en cambio, era un maestro en el arte de danzar al ritmo de orquestas. Por lo tanto, había que hacer un curso acelerado de baile, donde Totoya, Clara Inés y Gala Lucía oficiaban como instructoras en la casa de la familia Romero Ariza. Cuando faltaba un mes para la fecha de la fiesta hubo necesidad de intensificar las clases ya que los alumnos no mostraban avances significativos en su desenvolvimiento por la pista. Entonces Totoya convocó a clases extras los fines de semana para afinar a los parejos que asemejaban el compás de trompos charranchos y se perdían con facilidad a la hora de conciliar su ritmo de baile con la pareja.
Faltaban 20 días y los vestidos ya estaban listos, con las medidas plenamente rectificadas. También las instructoras se disponían a darnos su aprobación al “Curso Acelerado de Baile”, más por compasión y cansancio de ellas que por destreza nuestra. A estas alturas de la preparación del “Quinceañero” ya la “suerte estaba echada”, como le dijo Javier a Maria Elvira el día que obtuvimos la aprobación del curso de baile.
Pero una tarde, mientras en el poniente había un sol brillante que tenazmente se resistía a disiparse en el horizonte, en la terraza de la Familia Romero encontramos unas caras largas, muy largas. Rafa, Javier y yo regresábamos del colegio y de repente Totoya nos espetó la última noticia:
– “Ya no hay fiesta de Quince Años, porque María Elvira a última hora decidió hacer su viaje a Europa. Ya Doña Máxima le compró el pasaje”
– “No puede ser posible! María Elvira no nos puede hacer esto…”, exclamó sollozante Javier.
Rafa y yo nos sentamos silenciosos y resignados en el bordillo del jardín. Nos costó mucho comprender que no era una broma. Al igual que nosotros, Jaime Bornacelli, su hermano, estaba muy entusiasmado con la fiesta y finalmente María Elvira, además de disfrutar su viaje a Europa, también tuvo una fiesta para conmemorar sus “Quince Años”. Sin embargo, no fue en el Club Alemán, con bufette y orquesta, sino en su casa, con picadas y con el conjunto del Rey Vallenato Luis Enrique Martínez.
La fiesta no tuvo la espectacularidad que habíamos soñado, hubo muchos “patos”, mucha gente desconocida e informalmente arreglada. Sin embargo, en el antejardín de la casa había una mesa ocupada por tres muchachos que lucían impecables trajes de corbata, al tiempo que murmuraban sobre el desparpajo de los que se atrevieron a asistir sin ser invitados y sin conocer a la anfitriona.
Orlando Cuello Gámez