El recuerdo habla
Las más de cuatro décadas de su partida no han sido obstáculo para que siga en el ambiente de varios pueblos los recuerdos que como nubes de varios colores van y vienen, jugando con los detalles que hablan de una mestiza que desde niña y adolescente se entregó a vivir con intensidad lo que sentía. Unas veces buscando el amor, otras, construyendo los motivos cotidianos que le hicieron querer la vida sin importar las dificultades que logró vencer con esa risa limpia que le acompañó siempre, con la que amainaba su carácter fuerte.
Muchos hablan de su voz potente de decimera curtida echándole versos a todo lo que estaba en el lugar, con esa portentosa imaginación que la hacía ganadora con quien se enfrentara. Todo esto le permitió ser el centro de las cumbiambas o colitas, sin importarle si era invitada. Cuando quería calentar sus manos les quitaba la caja a sus ejecutantes y empezaba un rebruje celestial, cuyo éxtasis la llevaba a cerrar los ojos y a golpear con un goce indescriptible el cuero de chivo que recubría la forma circular de ese instrumento.
Algo sobre ella
Nació nueve meses antes que terminara la guerra de los mil días, un ocho de marzo de 1902 en Manantial, un caserío cercano a Barrancas, La Guajira. De allí salió a la edad de diez años con los que decidió recorrer como si tuviera más a los caseríos de Roche, Patilla y Chancleta. Su adolescencia la volvió libre, sin importarle si era la hija de la indígena María Josefa Arregoces más conocida como ‘Yaya’, que por su nombre o de José Manuel Sierra, líder Conservador, blanco y de ojos azules; conocido en todo ese territorio como ‘Papa Ney’, quien se convirtió en el hombre de confianza del general riohachero Juanito Iguarán, fundador este con Rodolfo Solano de Calabacito, lugar que terminó llamándose Albania. Su padre, hombre pudiente y dueño donde está ubicada hoy la mina del Cerrejón y comandante del ejército de ‘hoscos’ en la zona rural de Barrancas, Maicao, Albania y el hoy distrito de Riohacha, cuya historia de resistencia y conflicto en la explotación del carbón en La Guajira, Colombia, es evidente.
El presbítero José María Castillo la bautizó en Barrancas, La Guajira, el 31 de diciembre de 1902 con el nombre de Ana Tomasa Arregoces Sierra; siendo sus padrinos Santiaga Duarte y Aníbal Celedón. No tuvo ninguna formación académica, situación que no le impidió aprender a encontrar los sonidos que salían en desorden, al posar sus pequeñas manos en una mesa, un taburete o una lata. Con solo diez años se convirtió en una cajera admirada que buscaba las reuniones sociales para mostrar sus dones musicales.
Los encuentros con ‘Francisco el hombre’
Tuvo la fortuna de realizar varios encuentros musicales con Francisco Moscote Guerra, el reconocido ‘Francisco el hombre’. Uno de ellos se realizó el 11 de noviembre de 1938 en Machobayo, La Guajira, en un festejo de San Martín de Loba, santo patrono de esa población. El juglar tocó en la parranda varias puyas y vals, acompañado en la caja y guacharaca por los mellos Germán Alberto y Luis Brito Sierra, imposibles de diferenciar entre sí; hijos de Sinforoso Brito y Ana María Sierra, quienes se convirtieron en unos eternos compañeros del hombre de la leyenda, quienes además, tocaban acordeón de una sola hilera y echaban décimas en los velorios, ritual común al fallecer un niño para que este descansara en su viaje celestial.
Tomasita, una mestiza de cabellos ondulados, piel morena, voz potente y temperamento imponente a quien apodaban ‘La lata’; quien ya tenía dos hijos al llegar, se encontró con la música y el amor. Por un lado, ella no solo se maravilló de tener cerca al hombre que tenía revolucionado a la música provinciana, sino que, al encontrarse frente a frente con Germán, se atrajeron y empezaron a florecer sus sentimientos. Esa noche la música se expandía al igual que el coqueteo mutuo con la complicidad de quienes estaban. Mientras ella lo miraba él le dedicaba el espectáculo que hacía con su hermano Luis, quienes ejecutaban las cajas al tiempo y las lanzaban al viento y de vuelta, las retenían entre sus piernas. Eso nunca, ella lo había visto y cada vez que lo hacían, disfrutaba de esa puesta en escena. Al amanecer, Germán tomó de la mano a Tomasita y con la claridad del día, ambos confesaron sus emociones, los que nueve meses después le dieron vida a Germina Elena Brito Arregoces, su tercera hija, quien nació en Riohacha, la Guajira, el 25 de enero de 1939, madre del cantautor Carlos Cotes Brito.
Dos meses después, ella le mandó un papelito donde le dijo: ‘estoy embarazada’. A los pocos días, Germán le contestó, ‘que él respondía y que si era mujer la bautizara con el nombre de Ángela Germina’. La respuesta de Tomasita no se hizo esperar, ‘desvélate, esa Ángela pónsela a una hija que tengas con otra mujer. Ella se va a llamar Germina’.
Sobre esos encuentros Tomasita muchos años después le refirió a Germina lo siguiente: ‘Francisco el hombre’ bastante anciano, lloró de impotencia al no poder tocar el acordeón de dos hileras que le dio el músico Diego Sarmiento’. ‘Solo pudo tocar un vals, la demás música fue ejecutada por los hermanos Brito Sierra. Francisco sacó su pañuelo, secó su llanto y expresó: ‘el hombre ya no es el hombre’. Él en su estado senil, renegaba y solía decir, ‘cuando muera el hombre, quedará el renombre del hombre’.
El temple se impuso
La personalidad de Tomasita estaba ceñida al trabajo, fiel, honesta, responsable, leal y con la disposición de servir. Sus dones humanos siempre estuvieron al servicio de su familia, amigos y aún de aquellos que no conocía. Era una mujer de una sola palabra, que defendía lo que consideraba se merecía como mujer y persona, sin saber que eran derechos. Vivió un buen tiempo en Cuestecita, La Guajira, donde tuvo varios quebrantos de salud. Un día en sus labores cotidianas, después de lavar ropa en el río, se le bajó la presión arterial. En medio de ese difícil momento se acordó que había fiado el jabón, por lo que le dijo a una nieta: ‘que si se moría le pagara a la señora de la tienda el jabón que había pedido fiado’.
Tiempos de alegría
Su lenguaje era alegre y usaba muchos decires y a manera de sentencia siempre solía decir: ‘Tiempo que se va no vuelve ni si lo buscan temprano’, ‘Cuando la presa es para uno aunque el chivo esté en Europa’. Era una tejedora consumada de chinchorros, especie de hamacas y mochilas. Se convirtió en una experta en hacer tabacos, bollos, almojábanas y arepas. Vendedora consumada de ‘chirrinche’, trago natural de la guajira, preparado por indígenas Wayuu y su principal ingrediente es el jugo de caña, al tiempo que matizaba sus duras faenas cantando a todo pulmón música vallenata. Era la única manera de expresar su talento. Lo hacía con una gracia natural, denotando su alegría de siempre. Con su voz de mujer mayor, nunca perdió su timbre. Ella recuerda: ‘Siendo niña al lado de mis padres, no perdía oportunidad para volarme a donde había unas colitas y al llegar allí, tocaba palmas, caja y cantaba al lado de mi hermano Nicolás, quien tocaba un acordeón de una hilera, remendada’. Ya mayor se le dio por componer canciones. Las primeras que hizo fueron dedicadas a los hijos y a detalles de la vida cotidiana. Todos esos versos y melodías se perdieron bajo el azote implacable del tiempo.
En sus diversas correrías musicales conoció a Lorenzo Morales, Bienvenido Martínez y Emiliano Zuleta Baquero en las fiestas patronales de San Rafael, que se realiza todos los 24 de octubre en Albania. Todos esos momentos los aprovechaba. Uno, aprenderse las canciones que ellos tocaban, lo hacía con tanta facilidad, que con solo escucharlas las repetía como si las conociera de tiempo atrás. La otra, buscando un lugar que estuviera lleno de oportunidades que le generara progreso para ella y su familia.
Agradecida hasta los tuétanos
Esto la llevó a radicarse en Cuestecita, La Guajira, cerca del puesto de control de la aduana, a donde se mudó y en las afueras decidió colgar una hamaca que bautizó con un letrero grande: “De los pasajeros”, para aquellas personas en tránsito que se varaban y no tenían donde descansar. Por ese gesto hospitalario fue reconocida en ese lugar, donde pudo anclar sus sueños en un recién construido lugar al abrirse las primeras carreteras en territorio guajiro, cuyo punto neurálgico le llamaron Cuestecita, por la subida que había de norte a sur.
Allí su voz replicó los cantos del trío Matamoros ‘De dónde son los cantantes’, ‘El mambo’ de Pérez Prado y ‘El amor de Carmela’ con La Sonora Matancera. Solo tenía que escucharlos una sola vez en la Radio Cubana y luego en Emisoras Unidas, para aprendérselos. La única música que nunca asimiló fue la salsa, y poco aficionada a la música de Juancho Polo Valencia.
Golpeada por la tristeza
El declive musical de Tomasita se da en 1956, al matar un rayo a su tercera hija Petronila o “nana”, con quien vivía en Cuestecita. Vestida de luto hasta los pies solo cantaba los 31 de diciembre, para disminuir y disimular su dolor, cogía una botella de ‘chirrinche’ que recibía de un alambique de los indios de paradero, tierra del Cacique Cataure Paz. Ella tuvo ocho hijos producto de sus varios amores: Petronila, Felicia, Felipe, Simón Lorenzo, Eloísa, Germina Elena, Cidia y Ana Policarpa. Su primer compañero fue Eladio Medina y el último, Marcial Zalabarría, un decimero consumado, oriundo de Bolívar.
La mestiza toca
Su figura sigue viva en el recuerdo y la hace ver, con una lata de galleta de soda que hacía las veces de caja, la cual hacía sonar como si fuera un instrumento de verdad en donde terminaba imponiéndose sus manos pequeñas, al instrumento que terminaba seducido y doblegado por los golpes que ellas le daban, sin dejar de lado, cuando tocaba la armónica o flauta y la guacharaca, sus instrumentos predilectos. Al tiempo que se fumaba su usual tabaco con la candela dentro de la boca, que la convirtió con el pasar del tiempo en una fumadora empedernida. Era una mujer de 1.60 centímetros de estatura que contrastaba con su inmensa alegría que la volvió una eterna dicharachera, que solo guardó luto en la ropa. El tiempo trae su imagen sentada en una cómoda mecedora al caer la tarde, que no le impidió nunca, jalar un taburete con fondo de cuero de ganado, al que le sacaba sonido como si fuera una caja, al tiempo que cantaba la puya ‘la Puerca mona’ de Francisco de hombre’.
A finales de 1971, el músico Luis Enrique Martínez, muy amigo de ella, se presentó en Cuestecita, La Guajira, quien cuenta ese momento: ‘Ir a donde Tomasita era una de mis mejores alegrías. Siempre la hacía cantar acompañado de una lata. Cuando ella se regodeaba con esa música que conocía como nadie, era como si lo estuviera haciendo el hombre de la leyenda. Me gustaba que me contara los detalles de la vida de Moscote Guerra, a quien había conocido muy muchacho en la Sierra de los Brito en compañía de Rafael Carrillo Brito, Leandro Díaz y Carlos Huertas. Ella me enseñó las pautas para componer la puya ‘Francisco el hombre’.
Mientras entraba a la extensa sala con piso de tierra de su casa, dijo para escucharse ella sola. ‘claro que Luis Enrique, se lo lleva banda a banda cuando de tocar se trataba’. Lo repitió varias veces como si su fanatismo, le impidiera reconocer que habían otros músicos de su predilección. No fue una ni dos veces, fueron tantas, que el músico guajiro volvió una parada obligatoria llegar a su casa en Cuestecita, cuando salía de Papayal a Riohacha. Fueron muchos los momentos en que el músico Martínez Argote duraba horas y horas, jugando dominó. A él le gustaba hacer esa parada donde ‘Macha’, para oírla hablar de Francisco Moscote Guerra ‘El hombre’ como siempre le decía ella. Era la mejor manera que tenía para escucharla contar historias de esos tiempos, ponerla a tocar la caja y a recordarle los cantos de Francisco o ‘Tomasita la lata’ como el común de la gente solía llamarla.
Vivió la vida como llegara ante la que nunca desmayó. Su pasión la música, la supo crear como era en esa época, llena de trashumancia que la hacía estar de fiesta en fiesta, recorriendo caseríos cuyos jolgorios eran amenizados por los músicos de ese tiempo, que en más de una ocasión la hizo convertirse en la protagonista de esas cumbiambas o colitas. Unas veces, tocando caja de lata y violina, donde su fortaleza pulmonar le hizo ganarse el respeto, cada vez que abría su voz para cantar o regañar a los hijos y nietos. La gente la distinguía a kilómetros cuando sus gritos o cantos se hacían sentir. Tenía el hábito natural de improvisar versos en cuatro palabras o en décimas, esta última era la que más usaba. No era raro verla coger un trinche y hacerlo sonar en un rallador. Poner sus manos en una mesa y hacer su bulla con tal fuerza, que muchos creían se trataba de varios músicos tocando al tiempo. Su cuerpo danzaba al ritmo que tocaba su instrumento con tal alborozo que sus manos y pies se movían con armonía tal, que parecían dos en uno. Tenía la danza regada en todo el cuerpo. No solo creció enamorada de la música, cuyos palmoteos y ritmos se desarrollaban a través de interminables merengues, cuya herencia no se ha perdido y se dibuja cada vez que se hable de Ana Tomasa Arregoces Sierra o simplemente ‘Tomasita’, la mestiza que sigue viva como si estuviera en brazos de sus padres, abuelos o tatarabuelos. Su imagen se expande entre la Riohacha y Manantial de principios del siglo pasado. Su mirada caminadora y buscadora de mejores días la pudo conservar desde niña y luego adolescente para darle camino a la mujer hecha y derecha, quien acogió los años que llegaron tocándole la puerta de la vejez con la valentía que nunca dejó de usar.
Tomasita siempre musical
Fue una enamorada de la música antillana, especial la que venía bordeando el mar caribe y se encontraba con el puerto Riohachero, la misma que le motivó para hacer versos, así estuviera sola. Silbaba y verseaba, echándose versos y respondiéndose al tiempo, mientras cantaba, danzaba con un parejo imaginario.
En 1972 se marchó para Riohacha con sus hijos, en donde ocho años después, falleció de un derrame. Así como se enamoraba, se desenamoraba. Siempre contó con una personalidad recia y una fortaleza única que la llevó a no dejarse someter por su compañero. El carácter fuerte de ella era visible, comentado en su época, ‘era un macho vestido de mujer’. Manejó su vida sentimental con una suficiencia y determinación que asustaba. A sus distintas parejas no les permitió ningún tipo de maltrato o vulneración como era usual en ese tiempo, razón fundamental para dejarlos.
Al tiempo que era una fanática furibunda de Alejo Durán; a quien nunca tuvo la fortuna de conocer, hecho que no fue óbice para sentenciar en una tarde cuando los vientos del norte golpeaban los rostros de tanta gente que iba y venía parada en la puerta de su casa; especie de hotel natural cuya mano servicial siempre estuvo presente. Ese día con amagos de lluvia, gritó con su potente chorro de voz: ‘si me llego a morir que me entierren con unos casettes y un disco que tengo de ese músico marío mío. Es una orden y no se diga más’.
La obra que más le gustaba era “Mi pedazo de acordeón”, el cual no se cansaba de cantar. Nunca dejó de decir, que eso era su último deseo. Los nietos siempre la complacieron con la música de su artista preferido y el día que falleció le cumplieron su deseo.
Félix Carrillo Hinojosa – FERCAHINO