Ahora estaba a sólo cien metros de la puerta de entrada de la Universidad Javeriana. Tan pronto como llegué, busqué las escaleras del primer piso para alcanzar el despacho del padre Gabriel Giraldo, quien para esas calendas había acumulado una fama, desperdigada por el país entero, según la cual, sus influencias en el gobierno eran tan poderosas que a muchos de los ministros se les atribuía el haber sido designados por sugerencia del emérito sacerdote de la Compañía de Jesús, en especial durante la administración de Misael Pastrana. Cuando me coloqué ante la puerta abierta de su despacho, lo encontré sentado detrás de un amplio escritorio fabricado en madera de ébano con unos portafolios de color verde al frente, en donde guardaba con excesivo celo muchos de sus asuntos importantes, sometidos, todos, a su aprobación como decano del Medio Universitario, en uno de los centros de educación superior más prestigiosos del país.
Esa tarde estaba vestido con una sotana negra, como la del padre Pirard en la biblioteca del seminario de Besanzon, cuando, agobiado por las faenas de su labor, recibía con deferencia excepcional las frecuentes visitas de Julián Sorel para conversar un poco sobre los temas propios de su misión o un poco sobre las intrigas palaciegas con el Marqués de La Móle para sugerir la designación de los obispos en cada una de las sedes diocesanas de Francia. Tenía en su mano derecha un vaso de whisky para tomarlo por sorbos cada cinco minutos al caer el día por rigurosa prescripción médica, según afirmaba con vehemencia hasta el cansancio. Y aparecía ante mis ojos en el centro de un círculo imaginario de seres circunspectos, ataviados con abrigos oscuros.
Se mostraba como parte de un cuadro fantasmagórico surgido de los pinceles de El Greco, rodeado por personas que de una manera u otra le podían hablar al oído tanto como lo hacían con los altos funcionarios del gobierno. Estaban figuras importantes del mundo económico o político, representantes auténticos de las instituciones, miembros del congreso o de las altas cortes del poder jurisdiccional, dirigentes gremiales con presencia permanente en los debates nacionales, banqueros connotados o figuras sobre las cuales se podía intuir desde aquellos años, su ascenso vertiginoso a las grandes responsabilidades del Estado. Ya esa misma tarde tuve la sensación, confirmada después por el resultado de los exámenes de admisión, que no había poder humano sobre la Tierra que me impidiese ingresar como estudiante a la facultad de filosofía de la Universidad Javeriana. Logré hacer un esfuerzo colosal, después, para despedirme con la máxima cortesía de quienes me rodeaban.
Y en menos de cuatro zancadas estaba en el corredor del segundo piso, liberado ahora de los ademanes en extremo afectados de quienes estaban reunidos aquella tarde en la oficina del decano. Formulismos imperiosos desde cuando el padre Giraldo irradiaba aquel poder tan sugestivo para quienes se acercaban a pedirle su beneplácito con el propósito evidente de entrar a un cenáculo restringido compuesto sólo de seres privilegiados por la fortuna invaluable del conocimiento, al cual aspiraban con carácter irrevocable.
Idy Bermúdez Daza