VACACIONES QUE QUIZÁS NUNCA VOLVERÁN

Cuando el desarrollo tecnológico no había irrumpido en el ambiente de las familias a perturbar sus costumbres, practicábamos hábitos muy saludables que eran actividades llenas de deleites.

Recuerdo cuando Rodrigo Brito Molina, el reconocido “Mapia”, nuestro hermano mayor, estudiaba en el colegio Nacional Loperena, de Valledupar, todos en la casa vivíamos pendientes de cuándo iba a salir a vacaciones porque era el tiempo en que nos aflojaban las tuercas y nos permitían ciertas libertades. Entonces toda la muchachera nos lanzábamos al monte a disfrutar del viento y los paisajes.

Un disfrute enorme de la familia era armar el paseo a pie al “Arroyao”. El Arroyao era un potrero (es muy pretensioso decir Finca), por allá arriba en el monte, donde Rafael Brito Fuentes cultivaba en un área más bien pequeña frutos de pancoger y en la parte más extensa del potrero la sembraba con paja para el alimento de sus animales. Los mejores bollos de mazorca los hacía nuestra madre, “Mamanina”, con el maíz del Arroyao.

Salíamos todos entusiasmados con las huaicas al hombro a buscar los cactus más altos para arrebatarles las higuarayas abiertas y rojas, muchas veces picoteadas por las aves del campo y con cierto rocío de la madrugada. Las piñas de pichiguey, a ras de piso, nos ofrecían sus frutos provocativos, sobresaliendo en el algodonoso terciopelo que los contenía.

Como en la casa había un chiquero de cabras, en muchas ocasiones después de ordeñarlas, aprovechábamos las mañanitas nubladas para encaminarlas hasta la Casita de Pedro “el Tejero”, donde realmente comenzaba el monte, para que fueran a pastear. El camino era serpenteante y a cada lado se observaban las matas de tapaleche y arbustos de topetorope. Cuando la tierra estaba húmeda por la lluvia de la noche, las lombrices de tierra afloraban a la superficie haciendo montículos como venas várices y los congolochos hacían sus carreteritas por debajo de las matas de ciérratecoño. En las tierras húmedas proliferaban tiernos arbolitos que en realidad eran hongos que se levantaban 10 centímetros del suelo simulando paraguas y que nuestros mayores nos decían que se llamaban “orejas del diablo”.

En todos estos matorrales se veían las libélulas con sus alas transparentes revoloteando encimas de nuestras cabezas, como si fueran pequeños helicópteros. En el lenguaje popular los llamábamos “Caballitos del diablo”. Y los maríapalitos, confundiéndose con las ramitas secas de los bruscos, nos parecían increíbles que fueran seres vivos.

Muchas veces fuimos sorprendidos por el olor penetrante y nauseabundo del orín del mapurito. Cuando esto sucedía nos quitábamos las camisas, nos tapábamos la nariz con ellas y salíamos corriendo para escapar de la hedentina. Este mecanismo de defensa de esta criatura de la naturaleza nos dejó marcados para siempre.

Enseguida llegábamos al sitio donde Paula Brito tenía el chiquero de los puercos que ella misma bautizó con el nombre de “Las Novedades”. Ahí mismo seguía el quitipón de la entrada del potrero de Marcos Vega, donde se levantaban firmes dos palos de corazón fino, verdes y coposos, en cuyas ramas extendidas los toches armaban sus nidos en forma de mochilas colgantes.

Entre el potrero de Marcos Vega y el de “Nacho” Mendoza había un callejón largo, infectado de arañagatos que asomaban sus ramas al camino y había que poner cuidado porque sus espinas como garras de aves de rapiña lo cogían a uno por la manga de la camisa y nos veíamos obligados a parar en seco, para evitar rasgar las vestiduras o la misma piel.

Después del callejón se abría el mundo y aparecían los crucetos y trupíos que engalanaban la llanura. Luego nos internábamos en los tunales de “Los Claros”, las tierras de José Rodríguez, el hábitat preferido de los alcaravanes. Desde allí, a lo lejos, se divisaba y se presentía la frescura del bosque, donde las aves anidaban y los animales de la pradera llegaban a saciar la sed. Este paraje se conocía como “El Arroyito de los Perros”.

En las ramillas más altas de los árboles, se hacían los gavilanes y los garrapiños a ejercer control sobre sus dominios territoriales y esperando el descuido de cualquier lagartija desprevenida. A medida que nos acercábamos a la espesura se oía el canto misterioso del guacaó. El ave no se veía, pero se sentía su canto profundo y repetitivo: guacaó, guacaó.

Aquí era donde Rafael Brito sabaneaba a las manadas de burros cerreros que llegaban a tomar agua, a ver si tenían la marca de su hierro. A veces necesitaba capturar con su lazo uno que otro animal para reponer al que se había muerto o vendido.

Salíamos del “Arroyito de los Perros” y después venía un sector plagado de pringamozas, un arbusto que al contacto con el ser humano suelta una pelusa que produce una picazón desesperante en el cuerpo.  Quien se untará de pringamoza hasta ahí le llegaba el paseo. Después de caminar otro ratico llegábamos al “Arroyao”, las tierras de Rafael Brito.

Estos potreros adecuados para la siembra de maíz, yuca, guineo y ñame los nativos guajiros la llamamos “La Rosa”. La Rosa de mi padre también estaba sembrada con patillas, melones, chirimoyas y uno que otro níspero y cuatro palos de limón. Buscábamos en el patillal las frutas más grandes, las que por debajo eran blancuzcas, como vientre de caimán. En la sombra acogedora de una hermosa ceiba abríamos claros en la hojarasca y nos sentábamos a degustar las jugosas y rojas patillas, peleándonos el corazón de la fruta que era para nosotros lo más apetecido. Los melones pasaban a segundo plano porque eran un poco desabridos, pero no escapaban a nuestro insaciable apetito.

Después del descanso reparador, permanecíamos en el potrero mirando lo que había que mirar y luego salíamos a explorar los alrededores buscando los árboles de cereza y los palos de ciruelos que abundaban en esas tierras de Dios. También los groselleros, cargados hasta el copito del amarillento manjar, nos ofrecían sus frutos con que se hacían los dulces más sabrosos. Jamanares y Marañones eran más escasos, pero se conseguían sin mucha dificultad. Hasta el menospreciado raspaculo hacía parte de la canasta de frutas que nos ofrecía el inefable paraíso terrenal de la Guajira.

Como toda expedición que se respetara, también llevábamos la mochila repleta de trapos viejos y la botellita de petróleo que comprábamos en la tienda de Rafael Fragozo, por si nos tropezábamos con un paraco (colmena o panal de avispas), y poder disfrutar de las delicias de su miel. Para tomar por asalto un paraco, primeramente, había que envolver en la punta de una vara larga los trapos viejos, amarrarlos y empaparlos con petróleo para luego prenderles candela, haciendo que la humareda al acercarla al paraco, aturdiera a las avispas y las volviera inofensivas.

De regreso, traíamos la leña que Rafael Brito había cortado previamente y la tenía arrumada debajo de un árbol en cualquier parte del potrero. Cuando eso sucedía llevábamos el burro y lo traíamos cargado completamente. Era lo primero que Mamanina revisaba cuando nos sentía llegar, a ver si habíamos traído la leña para el fogón. Si no había leña teníamos que comprarle la carga a “Pallayo” Peñaranda, que andaba por las calles con sus hijos y una recua de burros cargados con leña de brasil. Era un leñador fornido que con su hacha acabó con todos los árboles de brasil que había en el bosque tropical de los alrededores de San Juan. Este árbol, que es pura dinamita, hoy está a punto de extinguirse.

Así fueron nuestras primeras alegrías, simples e inocentes, pero creíamos que estábamos inaugurando la felicidad en este mundo.

Luis Carlos Brito Molina

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