Jaime Bateman, líder de la guerrilla del M-19 e inspirador de las ideologías del presidente Petro, pretendía que su idea del llamado gran sancocho nacional, esa mezcolanza de razas, regiones y gentes de diversas tendencias, se reflejara algún día en unas políticas públicas. Todo parece indicar que puede terminar en un desabrido caldo, lleno de condimentos incompatibles, unos agrios, muchos ácidos y ninguno dulce. Pero vamos por partes, decía Jack el Destripador.
El importante sector de la agricultura empieza a destacarse dentro de los planes por ejecutar del próximo gobierno, con un verdadero desorden ideológico y con muy pocos visos de verdadera innovación en políticas públicas. Vista en sus términos simples, la agricultura es el cultivo, crecimiento y producción de alimentos para los habitantes de un país y los animales que cría. Además de responder a la necesidad primaria de abastecerse que requiere la nación, hay que considerar que, de la selección estratégica de algunos productos, un país puede pretender exportaciones competitivas desde sus campos. Colombia se ha caracterizado por haber vivido del café durante un siglo, con base en el aprovechamiento eficiente de la tierra y en el marco de un desarrollo social evidente.
Pero lo que aparece ahora como prioritario dentro de las estrategias del gobierno no es cómo mejorar los factores de productividad, intercambio y competitividad del campo sino la reforma agraria. El pretendido de decidir sobre la productividad de la tierra para quitársela, aun no se sabe bajo cuáles términos, a sus actuales propietarios, y entregarla a unos nuevos, quienes bajo la batuta del estado se propone que lograrán volvernos una despensa exquisita de elementos indispensables para el sancocho nacional. Lo que queda claro es que la causal de democratización estará a disposición del gobierno, con la arrogancia que conocemos del regente.
La conversión de la tierra subutilizada que plantea el programa arcaico y desueto del gobierno parte de la base de que la gente acumula tierra sin ponerla a producir, solo por el afán de obtener un retorno al “engordarla” y ganarse una “plusvalía” en su venta. Nadie con dos dedos de frente deja un capital inactivo a la espera de que la suerte lo favorezca y pegarle a la lotería cuando las condiciones comerciales mejoren. ¿Y si empeoran? Por ello, el concepto de improductividad que implica la política pública anunciada para “democratizar” la tierra es totalmente subjetivo. Y sus consecuencias, predeciblemente nefastas.
Por otro lado, si se mira con detenimiento el destino de la tierra democratizada, las conclusiones no pueden ser peores. La intervención del estado en la actividad productiva desencadena una gigantesca ola ineficiente de cargas en los presupuestos públicos, tanto para la conversión forzosa de los ciudadanos en empresarios como para la sostenibilidad del sistema con apariencia de bondad.
Abundan los ejemplos del pasado en todo el mundo, por la entrega de títulos de tierra para que fuera aprovechada por los campesinos, que terminó siendo un sofisma de empresarismo, un intento fallido de forzar a la gente a hacer lo que no quiere, o no puede, y la válvula de apertura de gasto público, con las consecuencias de corrupción y despilfarro.
Por supuesto que no deja de ser un pretendido elemental de un gobierno responsable que los pequeños productores del campo tengan acceso a tierra y mercados para sus productos, con mejoramiento de cadenas de producción y vías para su colocación en los grandes centros de consumo. Pero el factor de productividad y vocación de empresario constituye ese componente fundamental de la vida humana que distingue las trayectorias vitales y que hace precisamente la diferencia entre los seres racionales. No todos queremos lo mismo, no todos podremos lo mismo. El asunto no es simplemente repartir tierra, abrir mercados y formar empresarios. El tema está relacionado con la incapacidad del socialismo, y su persistencia en convencernos de lo contrario, de volvernos a todos iguales, para lo cual debe alterar uno de los postulados fundamentales de la vida del individuo en sociedad: la libertad. Ese impulso vital que nos diferencia. Esa textura de cada individuo de perseguir sus sueños con mayor o menor ahínco.
Sin duda, el verdadero sentido de las políticas públicas para el agro es el apoyo estatal para que, en el marco de la libertad de hacer empresa, se brinden recursos técnicos, financieros y de mercado que abran las compuertas del represado potencial agropecuario del país. Al hacer lo contrario, nada bueno vendrá como resultado de esta reforma agraria. Solo frustraciones, justificaciones para la macrocefalia gubernamental con la que sueña el ego del presidente.
Amanecerá, y no veremos nada. La niebla turba la mente del gobierno. Las ideas expresadas no favorecen sino al populismo, tal cual lo catalogaron tantos que luego se le han unido, cual rémoras del presupuesto. Mientras más grande sea el estado, mayor tajada tendrán. Triste. Lamentable. Hay que frenar estos impulsos e impedir que logren volverse una desastrosa realidad.
Nelson R. Amaya