Una lucha incesante

Jorge Eliécer Gaitán se había convertido después de una lucha incesante por la reivindicación de los segmentos más pobres del país, en el símbolo inefable de la redención de los descamisados. Sus primeros debates en la Cámara de Representantes, donde expuso, con la maestría propia de un conocedor profundo de las ciencias forenses o el derecho probatorio, cuáles habían sido las responsabilidades concretas del gobierno de Abadía Méndez en la célebre matanza de las bananeras, su tesis sobre el comportamiento arbitrario del general Cortés Vargas para disolver las manifestaciones de la plaza principal de Ciénaga, sus grandes batallas parlamentarias a favor de los sindicatos obreros aún en fase de formación, sus arengas inolvidables sobre la urgente necesidad de aplastar a la oligarquía liberal o al grueso del

 partido conservador, sus oraciones estremecedoras para clamar al jefe del Estado o al partido de gobierno, ante multitudes abigarradas, la defensa del derecho fundamental a la vida humana o al del disfrute pleno de la libertad para expresar sin restricciones el pensamiento, lo catapultaron pronto a las cumbres de la política. Había sido sin mucho éxito alcalde de la capital, ministro del despacho durante la república liberal con Eduardo Santos, candidato a la presidencia en las últimas elecciones en donde la suerte había favorecido las aspiraciones de Ospina Pérez. Y en materia de elocuencia no tenía pares en el continente americano. Sin embargo, en esa especie de amor devocional por las masas pauperadas, Jorge Eliécer Gaitán, servía a quien se lo pidiese, cuando la ocasión se lo permitía, como un brillante abogado en asuntos criminales. Había sido alumno de Enrico Ferri en Roma. Y sus intervenciones sorprendentes en el foro lo habían convertido en un ser casi legendario para el pueblo de mediados de siglo XX en un país aún de campesinos sin tierras. La noche anterior a su asesinato, había defendido ante el jurado de consciencia, con su excepcional poder de la palabra, a un antiguo militar de la acusación de homicidio en grado de tentativa, quien por meses le había pedido en forma encarecida su intervención en el juicio para demostrar su inocencia. Esa tarde infausta, cuando Gaitán salió a la acera para encontrarse de cara con la muerte al lado de Plinio Mendoza era un hombre en la plenitud de su existencia. En el instante en que el nuevo jefe del partido liberal tomó del brazo a su compañero para llevarlo al almuerzo convenido, sonaron tres disparos de arma de fuego. Un revólver aún humeante se alcanzó a ver en las manos de Juan Roa Sierra, quien corrió a buscar refugio en una farmacia cercana al lugar del magnicidio. El populacho enardecido al grito de “mataron a Gaitán” se movió, como si tuviese un mismo cuerpo en dirección al lugar donde unos pocos dependientes trataban de defender la vida de aquel criminal infame. Las cortinas metálicas del establecimiento cedieron al primer embate de la muchedumbre sedienta de venganza. En menos de diez minutos, el cuerpo de Roa Sierra era arrastrado, desnudo, por la turbamulta en su camino desbocado hacia Palacio.  Aún los relojes de las iglesias cercanas no habían marcado con sus campanadas la una de la tarde cuando algunos de los dirigentes improvisados del momento sugirieron abandonar el cadáver del presunto asesino frente a La Carrera como un acto de afrenta abierta para con Mariano Ospina, el presidente en ejercicio, a quien los revoltosos acusaban de haber sido el instigador del homicidio. En ese mismo momento Laureano Gómez, el canciller de la república, vestido con sus mejores atuendos para departir con los delegados de los países del continente a la IX conferencia panamericana, notificado de los sucesos ocurridos en el centro de la ciudad, buscaba con afán un sitio donde guarecerse de la espantosa ira de la plebe enardecida, imposible de contener en aquella hora aciaga para un país cubierto en llamas. Ya un poco antes de las dos de la tarde era oficial la muerte de Gaitán según el parte de la clínica central adonde fue llevado moribundo por los amigos de esa su hora postrera. Unos quince minutos después, un poco más de cien mil personas bajo un aguacero torrencial, habían aparecido como un gran río humano por los cuatro costados de la plaza. Sin habérselo comunicado antes entre ellos, fue ese el sitio el escogido para cargar contra Palacio, rodeado en ese momento por lo más granado de los cadetes del batallón Guardia Presidencial. En el palacio de La Carrera, Ospina Pérez se reunía con los dirigentes del partido liberal. Buscaba con los acérrimos adversarios del caudillo asesinado, una fórmula política que lograra calmar a la muchedumbre agolpada en la plaza a la espera inútil del derrumbe final del régimen conservador, a quien los gritos del pueblo responsabilizaban del asesinato de Gaitán.

 

IDY BERMUDEZ DAZA

 

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