A PROPÓSITO DEL 9 DE ABRIL… UN ASOMO DE HISTORIA

No ha de pasar desapercibido el hecho de que hoy se cumple una nueva efeméride de aquel funesto episodio político que partió la historia de este país:  el famosísimo “Bogotazo”, ocurrido precisamente en esta fecha de 1948. Por si acaso falla la memoria de alguien, sería el 77º Aniversario del asesinato del “caudillo liberal” Jorge Eliécer Gaitán Ayala en medio de una tensa coyuntura política aupada en al menos tres circunstancias concretas: 

  • La realización en Bogotá de la IX Conferencia Panamericana (30 de marzo al 2 de mayo de 1948). Evento histórico presidido por el General George Marshall- Secretario de Estado en el Gobierno de los Estados Unidos, y siendo Presidente anfitrión Alberto Lleras Camargo. La Conferencia se realizó con éxito, aunque no sin sobresaltos, dado el persistente rumor de “sabotaje comunista”, según se afirmó en su momento, como expresión de la “Guerra Fría” que ya comenzaba a posicionarse en occidente y que supuestamente había hecho llegar recursos a Bogotá para sabotear el evento. Fue allí el origen a la Organización de los Estados Americanos (OEA), a partir de la aprobación de la “Carta de la OEA” y la confirmación del respaldo de los estados contrayentes a las metas comunes de los países y el respeto irrestricto a la soberanía de cada uno.

 

  • El asesinato de Gaitán, que condujo a la violenta revuelta popular que alteró el orden público en la ciudad y el país. No obstante, la gravedad del hecho, la Conferencia no fue suspendida. Dada la cercanía de Gaitán con el Comunismo, se le llegó a acusar de que podría estar implicado en el posible sabotaje de la Conferencia Panamericana y que ese factor aceleró el atentado.  

 

  • La actividad política local, que había llevado a Gaitán al liderazgo popular en todo el país y le proyectaba como seguro ganador por el Partido Liberal en las elecciones presidenciales de1949, que finalmente fueron ganadas por el Conservador Laureano Gómez sin tener contendor.

 

De Gaitán Ayala se han escrito ya miles de páginas, desde el momento en que es considerado uno de los políticos más importantes del siglo XX y personaje muy destacado en la historia de Colombia, así es que escribir algo más sobre “el Caudillo” puede parecer irreverente, por eso acudo mejor al testimonio directo de mi padre, quien le conoció personalmente y le “admiró hasta la sangre” como “liberal de casta pura” y como persona de enorme valor humano. Para él, Gaitán ha debido ser presidente, pero más allá de ese hecho aislado, que quizás hubiera podido repetirse, como ha sido el caso de otros liberales emblemáticos, se trataba de que una persona del pueblo, venida desde la humildad del campo, sin recursos como para poder alardear de la mejor educación, pudiera llegar al primer cargo de la Nación y se desempeñara de manera excelente.  Hasta hoy, pasados dos siglos largos de historia, el papel de gobernante pareciera estar reservado a personajes de élite que llegan ligados a fuertes compromisos con las castas de poder que los promocionan, quedando los asuntos de todos los demás, es decir los del resto de las gentes, relegados a la condición de marginalidad, o acaso de prioridad secundaria. 

Mi padre fue un buen comerciante de Girardot que se abrió su espacio en Bogotá y pudo ser testigo del trabajo político de Gaitán desde cuando fue Alcalde de Bogotá (1936), Ministro de Trabajo (1936-1937) con Alfonso López Pumarejo y Ministro de Educación (1940-1941) con Eduardo Santos, aparte de que ya había sido Representante a la Cámara por Cundinamarca desde 1929 y Presidente de la Cámara de Representantes (1931-1932), de donde se concluye que era buen conocedor de esos asuntos que son excepcionalmente sensibles para el resto de la población que está fuera de los círculos de privilegio económico:  La educación y el trabajo y la seguridad social. Pero le agradaba más seguirle sobre todo en sus debates públicos, que se pasaban por la radio, como fue el caso de la “Masacre de la Bananeras” (1928), en el que llevó su denuncia en el Congreso hasta las últimas consecuencias y terminó con la sanción y retiro de los militares responsables. La fuerza de su discurso y la violencia de su palabra, hecha arma de guerra oral, le llevó a la victoria en muchos escenarios, no solo en los propios de su carrera como Abogado Penalista.  De todo ello mi papá me hablaba con frecuencia, siendo yo apenas un niño, y dejó en mí la sensación de que repetía casi de memoria – digo yo- los discursos que Gaitán se jalaba en el Congreso y en la plaza pública. No me atrevo a repetir una sola palabra de todo lo que me decía, pero sí le puedo ver en mi memoria parado en una tarima en la misma actitud del candidato, con su brazo derecho en alto y su puño cerrado en actitud de combate y gritando como el “caudillo” … “¡A la Carga!”

Sentí en mi padre y en toda su familia un verdadero rechazo por el Conservatismo – podría decir aborrecimiento, pero de repente exagero –, algo en lo cual seguía al pie de la letra los pasos de Gaitán. El político, como también mi padre, tenía muchas coincidencias y acercamientos con el Comunismo, y por supuesto con el Liberalismo, su partido, pero nunca con el Conservatismo, en razón de su responsabilidad en la funesta Hegemonía Conservadora y su carga de responsabilidad en las guerras civiles del siglo XIX. Por esa razón, es casi seguro, se esforzó hasta el extremo para presionar desde el Congreso el Gobierno del conservador Abadía Méndez luego de la masacre de 1928, hasta que lo tumbó. Y por esa misma razón se distanció del liberalismo y del gobierno de Olaya Herrera, el hombre de Guateque, el mismo que rompió la hegemonía conservadora en 1930, debido a las “insanas” concesiones que hacía el Presidente al Partido Conservador.

En la óptica de un niño como yo, ese resentimiento de mi papá se explicaría con sólo tomar en cuenta todo lo que sufrieron sus mayores en el Tolima Grande a causa de las guerras civiles promovidas por el Gobierno Central contra las iniciativas liberales, las cuales dejaron en la familia dolor, sangre, despojo de sus tierras y desarraigo. Por esa razón no nació en Natagaima, o en Coyaima, o en Ambalema, como sus ancestros pijaos, sino en Girardot, a este lado del río, a donde llegó Marta Mora, su abuela, buscando refugio cuando apenas comenzaba la última de las guerras, aquella que arrancó Mil días de la vida de los colombianos y colombianas de comienzos del siglo XX. Sus pequeños hijos venían subidos a lado y lado del lomo en una de las dos mulas que le facilitaron el viaje desde la rivera del Saldaña, en la profundidad de tierras coyaimas, en donde la guerra se hacía más cruel. Con un trapo rojo les cubría para protegerles del sol y de la lluvia.

Cuando me hablaba de todo ello, su rostro se tornaba severo y sus ojos se llenaban de destellos, lo que me dejaba entender cuánto resentimiento y dolor tenía en lo profundo de su ser. Mi padre no era Comunista, Gaitán tampoco lo era del todo, pero coincidían a fondo en la necesidad de una reforma agraria para restituir la dignidad al pueblo trabajador de la tierra, quizás como aquella que radicara López Pumarejo en su primer Gobierno, o seguramente mejor que esa, pero en todo caso una que devolviera el poder de la tierra en manos de quienes realmente deben tenerla, esto es quienes saben qué hacer con ella para regresarle al país la dignidad de ser  soberanos y autosuficientes en materia tan esencial como los alimentos. No era difícil notar la admiración con que hablaba de los presidentes liberales Olaya Herrera y López Pumarejo, pero también de Alberto Lleras Camargo, su referente político más preciado.

A mi padre, como a Gaitán, les sorprendió la muerte cuando se encontraban apenas en la puerta de sus sueños más grandes: mi padre como comerciante que luchaba por su empresa de comercio legítimo, Gaitán como Presidente que luchaba por sus ideales de una Nación justa y equitativa en la que a todos les asiste el derecho de vivir bien. Ninguno de los dos pudo llegar más allá, pero dejaron un ideal que prevalece, expresado en términos de la necesidad de luchar por los grandes propósitos sociales, es decir los del pueblo, los cuales debe asumir y liderar todo buen gobernante antes que sucumbir a la codicia del poder y la vanidad personal, que desafortunadamente es algo tan común y evidente en nuestros gobernantes de hoy. Para entender mejor a Gaitán, basta leer a su hija Gloria en el libro “Bolívar tuvo un caballo blanco, mi padre un Buick”.[i]

Mi padre seguía de cerca el paso de Gaitán. Trató de explicarme por qué razón se hizo líder de las disidencias liberales, aquellas que se acuartelaron en el movimiento UNIR para hacer resistencia al Presidente Olaya Herrera en sus tratativas con el Partido Conservador, y sé que se alegró demasiado cuando finalmente regresaron al Liberalismo para llevar el “caudillo del pueblo” hasta la jefatura única del Partido y proyectarle como seguro ganador en las presidenciales de 1950. En ese momento tan crucial de su vida política se hallaba Gaitán en la fatídica fecha de su asesinato.  Bogotá había amanecido tranquila y expectante, en pleno desarrollo de IX Conferencia de las Américas y visitada por cientos de dignatarios de las delegaciones de 21 países que conformaban la Unión Panamericana. Mi padre abrió su almacén en San Victorino, como de costumbre, y Gaitán llegó a su oficina de la carrera séptima, como de costumbre.  Cuando se hizo medio día y el “caudillo” salió para almorzar, sucedió lo que nadie había pensado, excepto los conspiradores, claro, y es que el líder liberal pudiera ser abatido a quema ropa por un sicario salido de entre el montón, seguramente contratado por alguien que estaba, a su vez, comprometido con algún tipo de organización que no deseaba el ascenso político de Gaitán. El desenlace fatal ya se conoce, pero la verdad no. Los años pasaron y el complot se esfumó en la oscuridad del tiempo, desapareciendo incluso de la memoria de las generaciones presentes.  

Mi padre, en su tarea del día a día, escuchó la algarabía y movido por el instinto salió a la calle para indagar qué ocurría. Solo había caminado un par de cuadras cuando ya se dio cuenta de la tragedia y se regresó a su almacén para escuchar la radio. Pasaron minutos angustiosos hasta que se hizo realidad el atentado: el “caudillo” había llegado sin vida a la clínica Bogotá. La gritería se hizo más y más fuerte, y a la vez caótica, de modo tal que en minutos se convirtió en turba y comenzaron los destrozos. Salieron “voluntarios” de todas partes que se fueron uniendo a lo que ya era un tumulto aterrador. Se lanzaron contra los edificios públicos y contra los tranvías y trataron de llegar al Congreso y al Palacio de San Carlos gritando “mueras al Presidente Ospina Pérez”, pero ya la policía había acordonado el sector, de modo que se ensañaron contra los comercios de la ciudad, dando rienda suelta al vandalismo y el saqueo. No tardaron en llegar al sector de San Victorino en donde mi padre y sus hermanas ya habían tomado precauciones bajando las rejas del almacén, aunque eso no parecía suficiente. Los revoltosos enardecidos estaban destruyendo todo. Aquí ya no se sabía quiénes protestaban realmente por el atentado y quienes estaban aprovechando “la pesca en río revuelto”. Mi padre instaló su tarima en la puerta del almacén y con un trapo rojo sobre los hombros gritaba “vivas a Gaitán”, con el brazo en alto y el puño cerrado, como lo hacía siempre. La muchedumbre pasaba y lo ovacionaba. Entonces resolvió sacar sus reservas de Whisky y de Ron para ofrecer tragos a los “sufridos revoltosos”, cosa que le merecía más ovaciones. Así pasaron las angustiosas horas del tropel, y luego vino el aguacero que supo desatarse al final de la tarde y logró mandar a todo el mundo para su casa.  Ya en la prima noche pasaron los camiones de la policía y el ejército recogiendo cuerpos – que no se sabe si cadáveres, según era la borrachera que llevaban algunos- hasta más allá del “toque de queda”.  Mi padre y sus hermanas no pudieron salir esa noche, ni en dos noches más, hasta que pareció que el fuego de francotiradores y los incendios ya habían cesado.  Con cierta soberbia sana decía que esa tarde todos los locales vecinos de la zona de San Victorino habían sido saqueados, pero el suyo no.  

Cuando le pregunté en alguna ocasión de nuestros diálogos si había sentido miedo me contestó que sí, y mucho, pero que “el valor y la decisión de proteger lo tuyo es superior”. Entiendo ahora que todo haya sido de esa manera porque allí, en aquel lugar, estaban también sus hermanas, y de cómo asumió ese papel a pesar de ser el menor de todos ellos:  apenas tenía treinta años. Según él, fue el valor y el coraje el que los salvó esa tarde; según sus hermanas fue el milagroso trapo rojo, aquel que ya una vez, medio siglo atrás, sacó con vida del infierno de la guerra a la abuela Marta y sus hijos y les trajo a Girardot para que floreciera su familia, es decir la de mi padre, es decir la mía.

Escribimos hoy para recordar el enorme personaje político que fue Jorge Eliécer Gaitán, el hombre que pudo haber llegado a la primera Magistratura fe la Nación y ser recordado como uno de los grandes del siglo XX, pero así mismo recordamos a aquel niño sencillo nacido probablemente en Cucunubá, educado colegios públicos dada la estrechez económica de su familia, hecho abogado  en la Universidad Nacional gracias al tremendo tesón del que hizo gala durante toda su vida, graduado con honores en Italia, destacado penalista y dedicado político. Ese fue el hombre que perdió el país. Ese fue el hombre que con relativa frecuencia se cruzó con mi padre en los cafés del centro de Bogotá y que, sin modificar un ápice de su orgulloso talante, nunca le negó el saludo.

In memoriam de todos aquellos que han sido mencionados.

 

Arturo Moncaleano Archila

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[i] GAITAN J. Gloria. “Bolívar tuvo un caballo blanco, mi papá un Buick.” Gloria Gaitán Jaramillo, Santafé de Bogotá, 1998.

2 comentarios de “A PROPÓSITO DEL 9 DE ABRIL… UN ASOMO DE HISTORIA

  1. DIANA MONTENEGRO dice:

    Perdimos al hombre, pero educó una generación. Las buenas ideas de hombres sensatos nunca podrán ser anuladas por la violencia, la guerra, y todo aquello que le quita la dignidad a los seres humanos.

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