¿ARDE COLOMBIA?

Ya eran las seis de la tarde y la Registraduría no daba resultados más allá del 80% para la primera vuelta presidencial. “En un momento histórico, el país votó en paz”, dijo a medios nacionales e internacionales el Presidente. No era cierto. No había paz en las almas de los colombianos. Una creciente desazón se había apoderado de sus sentimientos sin distingo de inclinaciones partidarias.

Los ánimos seguían alterados. En las últimas dos semanas, tanto los partidarios del candidato de la izquierda como los de aquel de la derecha, ambos camuflados de centro para buscar convencer ese porcentaje de electores que aún no se definía, y que había crecido durante las tres semanas anteriores, tenían una creciente preocupación por lo que pudiera finalmente salir de las urnas. Tanto las ínfulas de triunfador de uno, y sus contactos non-sanctos desesperados, como las pocas argumentaciones más allá de vamos con toda y que había que derrotar al anti-institucional del otro aspirante, habían aumentado la sensación de que sin importar quien ganara, las cosas iban a seguir igual en el país, por lo que ahora nadie quería tomar partido a favor de ninguno de los punteros en las encuestas. “Que salga el que sea, que luego nos defenderemos de sus voraces círculos cercanos, siempre atentos a ejercer el poder “real” y bandido”, pensaba el número creciente de ciudadanos.

Nada hacía predecir el triunfo del uno sobre el otro. Y el calor atizado por las pasiones de siempre aumentadas por las circunstancias del momento, empezó a poner en evidencia las reacciones esperadas por los visionarios del hervor social incubado durante años de desequilibrio social. No era realmente la suma de los indicadores tradicionales de la macroeconomía los que ponían la leña del descontento. Eran esos no-registros del sinsabor por el imperio de la apropiación del dinero público sumado al desmadre del desorden propiciado por aquellos que querían hacerse al poder nacional, sin hacer nada en sus mandatos regionales. Habían dejado correr por las calles el detrimento a los bienes públicos, que más tarde tendrían que reparar, o peor reconstruir, con recursos que pudieron haber sido aprovechados para mejorar la condición de los menos favorecidos. Nadie tan lento para reaccionar en materia política como el colombiano.

Salieron a la calle. Empezaron a reunirse como cuando lo hacían para las protestas sociales pre y pandémicas. Se agrupaban con ánimo de dejar saber que la tardía publicación de los resultados indicaba un robo a la decisión del pueblo. En este momento, no era

Transmilenio ni ningún transporte colectivo el objetivo de la protesta energúmena. Era la gente que no los había acompañado, que permanecía en sus casas atenta a la evolución de los datos, en plan de resignación a lo que saliera de las urnas. Eran la contraparte política y en consecuencia los culpables de la falta de claridad de un triunfo que veían nítido desde las encuestas y las bandas presidenciales que usaba su candidato, un día al derecho, otro al revés. No había lugar a un resultado desfavorable. No cabía en el mundo de lo posible. Su temor de perder se convirtió en rabia de no ganar, aun cuando nada estaba negado ni nada confirmado.

Los primeros que llegaron a barrios residenciales tenían en sus mochilas la cantidad de piedra necesaria para romper algunos cristales, uno que otro ventanal al igual que los vidrios de automóviles de alta gama. Lo hicieron sin recibir en principio ninguna reacción violenta.

Pero fue la provocación en barrios de clase media, con bienes que cuidar con más ahínco que los barrios de estrato alto, porque les significaría un esfuerzo casi imposible reponerlos, la que generó un caos citadino difícil de controlar. La gente no quería que le dañaran ni su casa, ni su negocio, ni su vehículo, todos adquiridos con altas deudas y en plan de mejoramiento cada día, con su trabajo y su tesón.

La primera víctima material de este enfrentamiento aún no ha sido identificada. Pero los caídos intelectuales y morales fuimos todos. Nadie quedó por fuera del impacto de los desórdenes, las patadas, puños y proyectiles que se lanzaron los unos a los otros. Como si fueran enemigos de toda la vida, ya no soportaron la tensión creada, añejada, aliñada y estimulada por el resentimiento a la ausencia de oportunidades, por el monstruo interior que creció hasta controlar el cerebro y carcomerlo de envidia, desapego y criminalidad.

Cuando las fuerzas armadas recibieron la tardía orden presidencial de actuar y cumplir con la constitución y la ley, no entendieron lo que el jefe del gobierno quiso decir. Si había que obedecer la ausencia de instrucciones de los gobernantes regionales y locales, escondidos en la maraña de su ineptitud, o si había que buscar entre ellos a alguien capaz de liderar un acto de orden y una pacificación a toda costa, con los riesgos enormes por el procesamiento judicial que se les vendría encima. Aún deliberan qué significa el instructivo presidencial número infinito, mediante el cual el próximo director del organismo internacional dedicado al impulso de la comunicación gubernamental transparente como instrumento de Política Pública, más conocido como PPCAGR por sus siglas en inglés, todavía Presidente en ejercicio, había expedido como un acto histórico de su mandato por concluir.

No se lograba definir la cuantificación de los daños, de los muertos, de los heridos. Pero el número era igual al de los habitantes del territorio patrio. Nadie ganó con esto. Todos perdimos el poder de elegir bien, el privilegio de hacernos gobernar con sabiduría y carácter.

Tampoco se supo el resultado de las elecciones. Los medios abandonaron la sede de la Registraduría porque su seguridad era imposible de ser garantizada por los alcaldes. Las redes sociales no fueron leídas porque todo el mundo quería encerrarse en su visión del problema y en su odio o su miedo.

Colombia quedó a la deriva. ¿O lo estaba?

Nelson R. Amaya

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