Desde una ciudad tranquila y ordenada del este de Europa, donde ahora vivo, sé que por estos días en mi tierra, La Guajira, se celebra el Festival Francisco el Hombre. Lo sé porque ese calendario vive en mí, porque, aunque esté lejos, el alma recuerda cuándo canta su pueblo. Y entonces se me aprieta el pecho. Uno no sabe bien por qué duele tanto la distancia hasta que la música de uno suena lejos, como si estuviera bajo el agua.
Nací en Riohacha. Crecí con el sonido del mar, con el calor espeso del mediodía, con el sabor a chivo guisado y el eco del acordeón que parecía venir de todos lados a la vez. Pero confieso algo: cuando vivía allá, me negaba a ir al Festival. No por falta de cariño por mi tierra, sino por orgullo, por ese compromiso rígido con una causa.
En aquel entonces, mi vida giraba alrededor de la lucha política y social. Me dediqué de lleno al trabajo comunitario, a las denuncias, a resistir las injusticias que tantos normalizan. Y en ese camino, empecé a pensar que asistir a eventos como el festival me restaría seriedad. Temía que me vieran ligera, poco comprometida. Me preocupaba la imagen. Además, era común que esos eventos terminaran en peleas o desórdenes, lo cual reafirmaba mi distancia.
Hoy, con los años y la distancia, entiendo cuán equivocada estaba. Me privé —nos privamos muchos— del goce, del encuentro, de la risa compartida. Confundí solemnidad con coherencia, y renuncié a espacios que también eran resistencia desde la alegría. Ahora, desde lejos, añoro justamente eso: el baile desordenado, el vallenato hasta el amanecer, la emoción colectiva de ver a Riohacha vibrar. Me doy cuenta de que la lucha también necesita ternura y canto.
Ahora enseño español a niños que no conocen el mar Caribe ni el sol que abrasa. Vivo en una ciudad donde todo funciona: el transporte llega a tiempo, las calles están limpias, y hay parques, centros culturales y actividades gratuitas para todas las edades. El arte aquí no es lujo ni adorno: es derecho. Y eso se siente.
Y, sin embargo, la gente aquí se me hace distante. Cordiales, sí. Educados, también. Pero fríos. No hay abrazos largos ni carcajadas escandalosas. No hay vecinas que entren sin avisar ni señores que se sienten contigo a hablar de vallenato sin conocerte. Hay paz, pero a veces siento que no hay alma.
Ahí es donde empiezo a comparar. Y no porque crea que todo lo de allá esté mal ni todo lo de acá esté bien. Al contrario. Me duele pensar que, en Colombia, tener agua potable, salud o acceso al arte aún sea privilegio y no derecho. Que las calles estén llenas de basura y las escuelas vacías de recursos. Me duele pensar que la belleza natural de mi tierra conviva con tanto abandono.
Pero también me duele que, en esta Europa ordenada, nadie parezca mirar a los ojos. Que la vida esté asegurada, sí, pero con candado. Que todo funcione, pero con frío. Aquí hay Estado, pero no hay pueblo. Y yo soy pueblo.
Extraño mi casa. Extraño mi gente. Extraño el bullicio de los días de festival, aunque nunca los viví de verdad. Extraño el canto que alguna vez desprecié por ser demasiado libre, demasiado desordenado, demasiado feliz. Hoy entiendo que en ese canto había resistencia, comunidad, verdad.
Hoy no estoy en Riohacha, pero el acordeón me suena en el pecho. Y en esta noche fría del este de Europa, me repito en voz baja: yo soy de La Guajira primo.
Luisa Deluquez