EDUCACIÓN DE CHERCHA

Dicen por ahí que la educación es el futuro del país. Pero si eso fuera cierto, ¿por qué en La Guajira parece que se la están improvisando con lo que hay? Porque sí, señores y señoras, lo que tenemos acá es una educación de chercha, hecha al vapor, mal cosida y con hilos prestados. Una tela rota donde cada nudo representa una promesa incumplida, un informe técnico sin cumplir y un estudiante que se queda atrás.

En La Guajira, los colegios parecen más bien talleres de manualidades: techos de zinc agujereados, paredes rajadas, pupitres cojos y pizarras donde la tiza ya no pega desde hace rato. Pero claro, en fotos institucionales todo se ve bonito: un profesor sonriente, unos niños uniformados, un cartel de “Escuela Nueva” recién colocado… como si eso bastara para arreglar décadas de abandono. Y afuera del edificio, el único laboratorio científico es el suelo lleno de hormigas, donde el proyector es el sol y el computador es el del director, que solo enciende cuando viene la visita de los inspectores de la Secretaría de Educación.

El transporte escolar, ese servicio tan necesario es inexistente en gran parte del territorio guajiro. En muchos casos, los estudiantes viajan hasta dos horas para llegar a clases, subidos a camiones de carga, burros o simplemente a pie, bajo un sol que podría derretir hasta las promesas electorales. Y cuando aparece algún vehículo escolar, resulta ser un “bus escolar histórico”, con más años que el propio Ministerio de Educación y con menos cinturones de seguridad que un partido de fútbol. Eso sí, lleva un cartel que dice: “Proyecto financiado 100% por la Gobernación o el municipio”.

Ahora bien, ¿Cómo va la calidad educativa en La Guajira comparada con el resto del país? Pues sencillo: si Colombia está en el puesto 50 de un ranking mundial, La Guajira estaría en el 149, compitiendo con países que ni sabemos si existen. Las pruebas Saber 11 hablan por sí solas: los puntajes promedio de los estudiantes guajiros están por debajo del nivel básico en matemáticas, lenguaje y ciencias. No porque no haya talento, sino porque el sistema no da espacio para desarrollarlo. Los docentes trabajan con recursos mínimos. Los estudiantes aprenden sin libros, sin laboratorios, sin internet. Y entretanto, desde Bogotá, anuncian programas de excelencia académica que aquí suenan a burla institucional. La brecha es clara: mientras en la capital del país discuten sobre inteligencia artificial en el aula, en La Guajira seguimos buscando quién repare el techo del salón de clase. Y así, año tras año, el Ministerio publica informes técnicos con gráficos coloridos que muestran mejoras significativas… pero en la realidad, el único avance real es que ahora hay luz eléctrica tres días a la semana.

Abordemos ahora la alimentación escolar, ese derecho fundamental que en La Guajira suena más a campaña electoral que a política pública. ¿Quién no ha escuchado aquello de “desayuno escolar garantizado”? Sí, claro. Aquí, el desayuno escolar consiste muchas veces en un pedazo de plátano, una galleta rota y un vaso de agua tibia. O directamente, en nada. No hay cadenas de frío funcionales, no hay proveedores confiables, no hay fiscalización real. Lo que sí hay es mucha foto con mochilas llenas de alimentos que luego nunca llegan a los estudiantes. Y así, miles de niños asisten a clases con hambre, tratando de concentrarse en álgebra mientras su estómago factoriza en voz alta.

Otro concepto bonito que suena muy moderno en los discursos oficiales es la educación intercultural en comunidades wayuu, pero en la práctica se queda en letra muerta. La Constitución dice que hay que garantizar la educación respetando la identidad cultural y lingüística. En La Guajira, eso parece más bien un artículo decorativo. ¿Cómo se le enseña matemáticas a un niño que habla wayuunaiki si el libro está en español y ni siquiera llegó al colegio? ¿Cómo se le pide a un estudiante que participe activamente en clase si su maestro no entiende su lengua y tampoco quiere aprenderla? ¿Cómo se espera que haya equidad educativa si los currículos son diseñados pensando en el ombligo andino del país, con ejemplos de ciudades que los niños guajiros ni saben que existen?

Además del idioma, está la distancia geográfica, otro obstáculo monumental para la educación wayuu. Las escuelas están alejadas, muchas veces a días de camino. Y cuando logran construir un centro educativo cerca, resulta que no hay docentes titulares, porque nadie quiere ir a trabajar allá. Entonces, el sistema recurre a docentes itinerantes que aparecen cada quince días, como quien visita una tumba en Día de Muertos: con buena intención, pero sin continuidad. Y así, miles de niños wayuu terminan abandonando el sistema educativo no por falta de interés, sino por falta de condiciones dignas. Porque estudiar en estas circunstancias no es difícil. Es casi imposible. Pero claro, desde las oficinas climatizadas de Bogotá, siguen anunciando proyectos educativos “interculturales”, “bilingües” y “sostenibles” que en la práctica se quedan en PowerPoint coloridos, firmas de convenios y viajes de turismo social.

Y ahora, hablemos de los docentes, esos trabajadores que día a día intentan mantener viva la llama de la enseñanza en medio del desierto. Sin embargo, son los primeros en salir a marchar, a protestar, a exigir condiciones dignas… y a parar cuando ven que todo sigue igual. Sí, los docentes están cansados. Cansados de promesas incumplidas, de salarios que no alcanzan, de infraestructuras que se caen y de becas que no llegan. Y aunque sus paros afectan a los estudiantes (sobre todo a los que ya tienen pocas clases), también son una voz necesaria en esta tela chamuscada de la educación. Porque si no protestan ellos, ¿Quién lo va a hacer?

Y hablando de protestas, cómo olvidar los bloqueos de vías, las marchas multitudinarias y los buzones llenos de memes pro-gobierno. En La Guajira, como en todo el país, las calles se llenan de banderas rojinegras bolivarianas, consignas cantadas y pancartas que dicen «Somos el cambio, somos Petro». Pero ¿dónde queda la educación en medio de tanta marcha? ¿Quién le explica a un estudiante wayuu que hoy no va a clase porque hay un bloqueo en la carretera principal? ¿O que no tendrá refrigerio escolar porque el camión con alimentos se quedó atascado en la protesta? Lo curioso es que muchos de los que marchan en nombre del cambio, después se quejan de que la educación no mejora. Como si el cambio viniera solo con gritos. Y así, los estudiantes guajiros pagan el precio de una protesta que, aunque legítima, muchas veces se convierte en excusa para seguir postergando lo realmente urgente: una educación digna, real, accesible y respetuosa.

Hacemos una escala en este viaje para llegar a algunos de los artífices del desastre: los alcaldes, el gobernador y los secretarios de educación, esos personajes místicos que aparecen solo en fotos de inauguraciones, rodeados de pancartas y sonrisas plastificadas. Dicen que estos señores son responsables de la gestión educativa local. ¿Dónde están las licitaciones transparentes? ¿Qué pasó con los recursos destinados a infraestructura? ¿Por qué siempre hay plata para carros nuevos y misiones a Europa y Norteamérica, pero nunca para becas escolares? Los alcaldes prometen campañas educativas y luego se les olvida hasta cómo deletrear la palabra «escuela». El gobernador asiste a foros internacionales sobre calidad educativa, pero no pisa una vereda escolar ni con zapatos prestados. Y los secretarios de educación… bueno, esos simplemente cambian de cargo cada tres meses, dejando tras de sí solo documentos archivados y excusas bien escritas. Son expertos en hablar tal “culebreros”, en firmar convenios que nadie cumple y en culpar al clima por la crisis educativa. Como si la sequía hubiera cerrado las escuelas y no el descuido institucional.

Apreciados lectores y lectoras, sin voluntad política real, transparencia y compromiso con las comunidades, seguiremos con una educación de chercha, improvisada, inestable y profundamente injusta. Porque si la educación es el futuro, acá el futuro parece estar hecho de promesas rotas, buses fantasmas, mapas de rutas inexistentes, palabras mal traducidas y niños y niñas que tienen que caminar mucho, pero mucho, abrazados a su inocente vivir para llegar a un lugar que ni siquiera les pertenece.

 

Arcesio Romero Pérez

Escritor afrocaribeño

Miembro de la organización de base NARP ASOMALAWI

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