Hace unos días participé en un foro sobre “los espacios ganados por la mujer en los escenarios políticos”. Finalizando el panel, una de las preguntas fue nuestra opinión sobre el aborto. Yo he dicho de manera reiterada en público y en privado, que soy católica, defensora de la libertad de culto, y provida, de hecho, pertenezco a esta bancada en el Congreso. Mi interlocutora inmediatamente ripostó afirmando que yo era antiderechos, porque el aborto era un derecho fundamental.
Extraña que tantos afirmen sin razón que el aborto es un derecho fundamental, pues no aparece consagrado en la Constitución, ni en ningún tratado internacional sobre derechos humanos. A pesar de eso, en Colombia, el precedente constitucional vigente, autoriza la interrupción voluntaria del embarazo (aborto), cuando: (i) esté en riesgo la vida o la salud de la mujer embarazada; (ii) exista malformación del feto que hagan inviable su vida fuera del útero; y, (iii) el embarazo sea producto de cualquiera de los siguientes ilícitos: acceso carnal violento o acto sexual abusivo por parte de un pariente, la pareja o un extraño; incesto o fertilización no consentida. (Sentencia C-355 de 2006).
Y hoy, el país continúa en vilo a la espera de una nueva sentencia de la Corte Constitucional, que podría implicar la despenalización absoluta del aborto que no es nada distinto al asesinato de un ser indefenso por parte de su madre en el vientre; lo que va en contravía del derecho fundamental a la vida, consagrado en el artículo 11 de la Constitución Nacional.
Hasta ahora ha operado la cosa juzgada constitucional; además, la Corte en las sentencias C-355 y la SU-096 de 2018, ha dicho que a ese Tribunal no le corresponde determinar la política criminal del Estado, ni definir el momento en que ha de entenderse como el inicio de la vida, pues estos son asuntos propios que se enmarcan en el poder o libertad configurativa del Congreso de la República.
El artículo 152 es claro al otorgar al Congreso la potestad de regular vía estatutaria, entre otros, los “derechos y deberes fundamentales de las personas y los procedimientos y recursos para su protección”.
El absoluto poder de disposición de la mujer sobre la vida de quien está por nacer, en contravía de la Constitución y de los compromisos internacionales asumidos por Colombia con la ratificación de Tratados sobre derechos humanos, como la Convención Americana o la Convención sobre los Derechos del Niño, que hacen parte del Bloque de Constitucionalidad.
Como muy bien se ha argüido desde la Clínica Jurídica de Interés Público y Derechos Humanos de la Universidad de la Sabana, interviniente en el trámite constitucional, acceder a este particular reclamo implicaría la anulación de cualquier valor de la vida de quien está por nacer, lo que, a su vez, resultaría en el absurdo de concebir un derecho como absoluto. Esto último desconoce la naturaleza relativa de todos los derechos, aún los fundamentales, anulando cualquier otro que entre en tensión con la decisión de abortar.
Recordemos, además, que solo siete países del mundo permiten el aborto hasta el noveno mes, y que el régimen de procedimiento de aborto tardío es asistolia fetal por medio de inyección de cloruro de potasio que está demostrado es insoportablemente doloroso porque quema las venas del pequeño mientras viaja al corazón.
Así, la Corte Constitucional puede terminar por desdibujar aún más el modelo institucional vigente, al desconocer los roles y competencias de las ramas del poder público, al tiempo que desconocería la teoría y la práctica aceptada sobre derechos humanos. Recordemos que el deber del Estado y sus entidades es proteger la vida humana en todas sus etapas, en vez de legalizar el asesinato de un ser humano que está por nacer.
Paola Holguín