EL GANADOR QUE LLEGÓ DE SEGUNDO

Luisa Epifania Brito Fuentes tenía los ojos color verde esmeralda; su piel canela contrastaba con esos faros de luz que enmarcaban su rostro de nariz recta y cara ovalada. Sencillamente era encantadora.

Poseía la intemperancia de los Brito. Reaccionaba instintivamente sin medir demasiado las consecuencias de sus actos. Cuando en San Juan del Cesar se casó su sobrino, «el Chiche» de Tinita, fue al atrio de la iglesia San Juan Bautista y ante toda la concurrencia se alzó el traje, les dio la espalda y les mostró el trasero pelao, inaugurando así una forma de protesta que hizo famosa 50 años más tarde el profesor Antanas Mockus cuando se bajó los pantalones en el auditorio de la universidad Nacional.

Yo no era consciente de su belleza porque me había acostumbrado a ella, hasta el día que vino a Medellín por razones médicas. La llevé con Miryam Londoño Mora al laboratorio de hematología de la universidad de Antioquia para que le practicaran unos exámenes. La amiga de Miryam, Margarita Correa, siempre cordial, nos atendió con mucha amabilidad. Mandó a sentar a Luisa y le abrió delicadamente un ojo para examinarla. De repente salió corriendo hacia lo profundo del laboratorio. Yo me asusté porque creí que algo malo sucedía.

Al cabo de un rato regresó Margarita como con otras seis compañeras de trabajo y señalando a Luisa, les dijo:

«Miren ustedes qué mujer tan hermosa».

En su juventud tenía muchísimos enamorados. Cuando se involucró con Gilberto Carrillo Gámez su familia no estaba de acuerdo con aquellos amoríos, pero no se pudo hacer nada porque quedó embarazada. Sobre todo Rafael Brito, que ejercía de patriarca de la familia, dejó saber su inconformidad refunfuñando por el patio.

El tiempo puso las cosas en su sitio y todos los Brito tuvieron que conformarse. Cuando estaba por nacer la criatura tenía pensado ponerle por nombre Rafael, para buscar la reconciliación con su hermano menor, pero mi Diosito decidió otra cosa y nació Rosa Mercedes, el 23 de marzo de 1926.

Antes no se tenían los medios para saber el sexo del feto. Había que esperar que naciera la criatura para mirar con qué paquete venía entre las piernas. Cuando la partera sudorosa sonsacó el fruto de las entrañas de Luisa, gritó emocionada: ¡hembra! En esa oportunidad el motivo para la reconciliación con su hermano no apareció.

Pero cuando Luisa quedó esperando de Liborio Dávila, esa vez si se dieron las cosas y el niño que llegó el 28 de julio de 1928 fue bautizado como Rafael Francisco. De nada le sirvió el pomposo nombre que le pusieron, así fuera en homenaje a mi padre, porque todo el mundo lo empezó a llamar «Chicho».

Era el nieto mayor de Juana Fuentes y de Romelías Brito. Cuando ya creció se mantenía ayudando a su tía Paula Brito, y haciendo travesuras con su primo Jacobo Elías, el Pano, a pesar de ser 7 años mayor que él. Se dice que hizo amistad con el hijo de la vecina Juana Mindiola, Joaco Bonilla.

Era robusto, tenía los ojos claros y una manzana prominente. De niño me preocupaba porque pensaba si ese pico en la garganta no le molestaba para tragar. Poseía una risa sonora y hablaba en tono alto, que anunciaba su llegada.

Tenía su propio swing, que le encantaba a las muchachas. Su modo de ser lo proveía de un carisma especial, a pesar de no ser atractivo.

Parece que Luisa en embarazo visitaba el Olimpo de los dioses griegos, sobre todo a Zeus, el dios del rayo, porque dos de sus hijos le salieron amantes de la velocidad. En San Juan a Rafael Francisco le decían Chicho «el Avión» y a José Manuel «Ney» Brito le decían «el Lobo Loco», por sus fugaces maniobras cuando transitaba por las trochas del contrabando con José Durán Maestre.

Fue el primer nieto de Juana Fuentes que se acercó a Manuel Nicolás Ariza en busca de ayuda y de trabajo, aprovechando el gesto magnánimo de éste de querer ayudarles.

Siempre apostaba su suerte al número dos y con él se ganó la lotería del Atlántico. Manuel Nicolás le sugirió que con esa plata se comprara un camión Volvo 52, para que trabajara con él distribuyendo cervezas Bavaria, de la cual era representante, por la región del suroriente del futuro departamento del Cesar, arrancando de Becerril hacia abajo incluyendo La Jagua de Ibirico, Poponte, Rincón Hondo hasta llegar a Chiriguaná, a orillas del río Cesar. Manuel Nicolás tenía amigos sanjuaneros que ya conocían la zona porque tenían fincas ganaderas por estos lugares, por eso lo envió con José Lacouture en su primer viaje de exploración.

Era una zona áspera, de carreteras destapadas que en invierno se convertían en verdaderos lodazales intransitables. Sin embargo, eran tierras fértiles, dedicadas a la agricultura y la ganadería. Región rica donde se movía el dinero.

A «Chicho» le iba bien. Venía frecuentemente a San Juan a surtirse para volver a emprender el camino de regreso en busca de la prosperidad.

Cuando venía a San Juan traía el Volvo repleto de comida para repartir a la familia. Traía bocachicos salados de Chiriguaná, carnosos y provocativos, gajos de plátanos verdes, bultos de ñame y de yuca y racimos de guineo largo.

Generalmente, a la primera casa que llegaba era a la de Rafael Brito, a quien le tenía un amor paternal profundo y un respeto sin igual. Después de separar nuestra provisión, hacía la distribución en la casa para los otros familiares, decía: esto pa’ Paula Brito, esto otro pa’ Tinita, esto pa’ Víctor y esto último pa’ Luisa y Chave. Luego salía a repartir casa por casa.

Una vez estaba Rafael Brito arreglando los portillos de la cerca que nos separaba de Rosa Corrales. Se encontraba descalzo y con los pies llenos de barro porque así era como se apisonaba la tierra para que el puntal quedara firme; estaba encuero cintura arriba, pantalones remangados para no ensuciárselos y tenía su acostumbrado sombrerito de caña flecha.

En un descanso de la faena, se asomó a la puerta de la calle con el cavador en la mano. En esas vio el Volvo de «Chicho» doblar por la esquina de Sara Brugés hacia abajo por la calle de Las Flores, buscando la casa de Paula Brito. De inmediato recostó el cavador a la pared y salió hacia abajo, así como estaba, descalzo y sin camisa. Cogió la acera de Rosa Corrales hasta la casa de Víctor Emilio Daza, cruzó en diagonal la carretera hasta donde Sara Brugés, pasó por la casa de Joaquito Urbina y llegó donde Paula Brito. Desde la casa se vio el abrazo eterno que se pegaron estos dos seres. Si hubiéramos estado cerca habríamos notado la inmensa alegría de volverse a ver. Se querían demasiado.

Recuerdo perfectamente cuando Rafael Brito sembró algodón en las tierras de Ñoñito Núñez, en Los Ceibotes, que llegó «Chicho» y no lo encontró. Nos fuimos todos en la carrocería del Volvo a buscarlo. Tomamos la vía del camino Real que empezaba detrás de la Casita de Isabel Frías. Siempre era así, familiar y generoso.

Otra vez lanzó al viento una metáfora graciosa que mi memoria de niño recién estrenada guardó para siempre. Dijo:

«Para que Ud. vea lo duro que muerde un maco».

Trataba a Rafael Brito siempre de Ud. y se refería a las dificultades de la carretera para llegar a Chiriguaná.

Cuando el negocio de la cerveza finiquitó ya no quiso volver a San Juan porque ya se había familiarizado con la región cesarense, era muy conocido y le iba bien con su carrito.

Se enamoró y se casó con Telmira Infante, una dama de Chiriguaná. Tuvieron 4 hijos, 3 hembras y un varón. Las mujeres son: Yadira, Luz Marina (q.e.p.d.) y Elizabeth. Al varón lo puso, quién lo duda, Rafael.

Como su esposa era muy reconocida en el pueblo la gente para distinguirlo lo empezó a llamar Chicho Telmira. Cuando estaba de mal genio, decía:

! Nojoda, en este maldito pueblo perdí hasta el nombre, estos maricas ahora me dicen Chicho Telmira¡

Cuando vivía en Poponte se fue a hacer una diligencia a Bucaramanga y el bus en el que viajaba se rodó por un abismo. De las profundidades de la montaña rescataron 24 muertos. Los desaparecidos eran 4, pero los quejidos permitieron sacar otros 3 supervivientes. Por las planillas se dieron cuenta que faltaba Rafael Francisco Brito. Reiniciaron la búsqueda y lo encontraron más abajo en medio del fango y la hojarasca. Llegaron a él porque los rescatistas divisaron un brazo que asomaba del hojerío con un anillo de oro que relucía. Sufrió mucho, pero se salvó. Sin embargo, este accidente dejó un mal presagio con la empresa Copetran.

La vida fue pasando y pasando, como transcurre la vida en nuestros pueblos, lenta y sigilosa.

Una tarde, viviendo en Poponte, cuando la temperatura había moderado, sus hijos salieron a retozar a la calle con el burro de la casa. Iban y venían turnándose la montada. Cuando le tocó el turno a Rafaelito, que era el segundo hijo de «Chicho», las hermanitas que acosaban al animal desde atrás, le puyaron la nalga con una vara puntuda. El animal reaccionó bruscamente y Rafaelito se fue al suelo, cayendo de espaldas y lesionándose la columna.

Entonces empezaron los padecimientos de la familia. Todos los recursos médicos se le suministraron, con hospitalizaciones en Cartagena y Bogotá, pero su caso revestía gravedad. Perdió la movilidad de las piernas y la sensibilidad del ombligo hacia abajo.

Para la familia nada volvió a hacer como antes. A «Chicho» lo impactó moral y económicamente. Sin embargo, la presencia de Rafaelito en la casa le amortiguó el dolor de una pérdida prematura. Rafaelito contaba en ese entonces con 12 años de edad.

Con todo y eso duró 25 años más, muriendo a los 37, por una sobredosis de anestesia cuando lo estaban interviniendo de unos cálculos renales, el 20 de septiembre de 1983, en Valledupar.

Cuando «Chicho» ya era un hombre mayor, el sanjuanero Santos Giovannetti, que lo conocía desde niño, lo quiso ayudar contratándolo en su finca Las Palmeras, en jurisdicción del municipio de La Loma, Cesar. Manejaba una Toyota azul de estacas que atendía los requerimientos agrícolas. Su vida transcurría felizmente, era ejemplo de un padre luchador. Su alma resquebrajada ya había subsanado un poco sus heridas.

Pero como dijo un lugarteniente de Pancho Villa, el revolucionario Felipe Ángeles:

«La muerte no mata a nadie, la matadora es la suerte».

Y «Chicho» no tenía la suerte con él.

El día de la fatalidad iba de Bosconia a La Loma y el carro se le recalentó. Se orilló en la carretera y cometió la imprudencia de destapar el radiador sin esperar lo suficiente. El agua hirviendo lo salpicó en su cuerpo y desesperado brincó hacia la carretera cuando pasaba un bus de Copetran que lo arrolló, perdiendo la vida instantáneamente. Sucedió el 19 de enero de 1993 cuando el reloj estaba rayando las 12.20 de la tarde. Murió a los 64 años, cuando todavía era un hombre vital.

Miembros de la Fiscalía de Valledupar hicieron el levantamiento del cadáver. En el documento fotográfico se mostraba el cuerpo tirado en el negro pavimento, cubierto con una sábana, y en el fondo la cola del bus atravesado, con las llantas de atrás sobre el borde de la carretera, donde se distinguía claramente el número de la placa del automotor que terminaba en 102.

El número no significaba nada, pero por pura coincidencia terminaba en dos, el dígito que lo persiguió en la vida y en la muerte.

Se fue así un hombre cabal que tenía un sentido de la familia bastante amplio. Un caballero lleno de bondad y revestido de una gran generosidad.

Luis Carlos Brito Molina

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