Aquella mañana de sábado había llegado desde Florencia. Tomé el tren que más temprano me permitiría arribar hasta Roma, para recorrerla y poder pernoctar allí, contando así con suficiente tiempo para instalarme en el hotel, dejar el morral en el que llevaba lo necesario para aquel viaje de cuatro días por Italia, el cual había emprendido partiendo desde Girona (España) donde cursaba mi maestría, hasta Pisa. En el recorrido por Florencia me dejé maravillar por la imponencia de Il Duomo, la magnetizante perfección de los detalles de El David de Miguel Ángel, las bellas callejuelas aledañas a la Piazza Santa María Novella, la preciosa conmemoración del Día de la Mujer un viernes 8 de marzo y las exquisitas pastas y pizzas que por ser mis preferidas degusté en icónicos lugares como Buca Niccolini y Fuoco Matto.
Andando como me había acostumbrado a hacerlo en aquellos meses viviendo en Girona, y con tres rosarios que me acompañaban en los bolsillos, me encaminé el domingo hacia la esplendorosa Piazza San Pietro. El hermoso Castel de Sant´Angelo se antepone cuando se cruza el puente de Adriano que atraviesa el río Tíber y acto seguido se ingresa a la multitud de personas que cada domingo se congregan para esperar el Angelus. Se trata de una cita ineludible cada mediodía, en la que el Papa desde la ventana de su despacho lee el evangelio del día, comparte una reflexión, y, acto seguido, ora con los miles de personas que se han agolpado para escucharlo. Es un momento alucinante en el que el Papa Francisco se dirige a las congregaciones y peregrinos que, desde todos los rincones del mundo, llegaban a verlo y escucharlo.
¡Cari fratelli e sorelle, buon giorno! Fue el bello saludo con el que su Santidad el Papa Francisco inició su alocución, mientras que, notablemente emocionados, los presentes aquel mediodía nublado reaccionábamos a tan cercana expresión. Allí me encontraba yo ese 10 de marzo de 2019, cumpliendo un sueño. Probablemente transcurrieron algunos días hasta que sintiera como real, aquel magno acontecimiento sucedido a tres días de cumplirse el sexto aniversario de su pontificado y cuyo recuerdo atesoraré para siempre en un rincón privilegiado de la memoria del corazón.
Desde aquel memorable 13 de marzo de 2013 en el que se vio salir humo blanco por la fumata y el mundo aguardaba expectante el anuncio de un nuevo sucesor de San Pedro, me atreví a expresar esperanzada viendo la pantalla del televisor: “El Papa debería llamarse Francisco”. Desde que estudiaba el bachillerato en el Colegio Sagrada Familia en el que hoy cursa la primaria mi hijo Manuel Antonio de Jesús, admiraba a San Francisco de Asís. Su bellísima historia de vida, su amor por los animales y la naturaleza, su apostolado de servicio, generosidad y amor por el prójimo me resultaban fascinantes. Aprendí tempranamente su oración por la paz, y muchos años más tarde, llegaría adulta a la comunidad Emaús mujeres de esa parroquia en Riohacha, en la que estuve por cuatro años. Resultaba entonces para mí, no solo sorprendente si no, motivo de felicidad, que el nuevo Pontífice le hiciera un homenaje a tan querido santo.
El Papa Francisco se constituyó rápidamente en un revolucionario de la fe. Sus ideas y alocuciones sobre temas controversiales, los sinceros pedidos de perdón y su llamado constante a la misericordia y la paz, hicieron que rápidamente se ganara el afecto y reconocimiento de los fieles católicos, así como el respeto de los líderes espirituales de otras religiones. Y es que no era para menos, pues se trataba de un Papa cercano a las gentes, que, como lo afirmó Monseñor Francisco Ceballos: “interpretó los signos de los tiempos”. El llamado con su propio ejemplo al servicio, su postura ante los desafíos mundiales y el clamor del amor hacia el prójimo como precepto insustituible de convivencia en esta casa común que es el planeta tierra tocó millones de corazones en todas partes.
Anhelé verlo en 2017 durante su visita a Colombia, sin embargo, siguiendo el sabio consejo de Monseñor Héctor Salah Zuleta debido a mi embarazo de alto riesgo, decidí quedarme y ver por televisión cada detalle de su recorrido por el país, en el que sonriente nos pidió: “No dejen que les roben la alegría”. Que orgullo que fuera mi tía Iris Aguilar, maestra de maestras artesanas wayuu, quien tejiera los ornamentos que lucieron él y los demás sacerdotes, en la misa campal en la Plaza de Bolívar en Bogotá.
Francisco rechazó respetuosamente los lujos papales, siendo coherente con la mesura y austeridad que rigió su actuar y su vida. Sus encíclicas Lumen Fidei, Laudato Si, Fratelli Tutti y Dilexit Nos, son invitaciones vehementes y amorosas a la conversión, la bondad y la solidaridad. Desde que llegó al Vaticano invitó a los sacerdotes a: “Oler a ovejas” es decir, a servirle al pueblo, a salir de las iglesias y a llegar a donde el amor de Dios necesitara ser sentido. Así lo promulgó él mismo con sus pasos por todos los rincones de la tierra a los cuales llegó para ser fuente de consuelo y bendición.
La triste noticia de su fallecimiento se daría en medio de la Pascua de Resurrección, como reafirmando la promesa de la vida eterna y la salvación para la humanidad, regalo que nos legó Jesucristo en la cruz a todos al no bajarse de ella. Como católica, anhelo que quien llegue asuma su inmarcesible legado teniendo como faro de luz divina, su inolvidable y trascendente papado. Descansa en paz, Padre Jorge Bergoglio, Papa Francisco.
María Isabel Cabarcas Aguilar