A veces hay que saber cuándo dejar de criticar para aplaudir. Y esta es una de esas veces. Después de más de treinta años de discusión, promesas a medio cumplir y borradores eternamente en consulta, el Gobierno Nacional, en cabeza del presidente Gustavo Petro, ha hecho lo que muchos no se atrevieron: reconocer y establecer, mediante el Decreto 481 del 30 de abril de 2025, el Sistema Educativo Indígena Propio (SEIP). Y eso, sin duda, es un hecho histórico.
Como colombiano caribe, servidor público y observador constante de los vaivenes del Estado, debo admitir que este paso era necesario. Y sí, aunque en otras columnas he sido crítico —y lo seguiré siendo cuando haga falta—, no puedo sino reconocer que este decreto representa un avance significativo en el respeto a la autodeterminación de los pueblos indígenas y en la materialización del enfoque diferencial del que tanto se ha hablado, pero poco se ha implementado.
Ahora bien, como dice el viejo refrán de mi tierra: «Una cosa es llamar al diablo y otra verlo llegar». Y es aquí donde empieza la otra parte de la historia. Porque si bien el decreto reconoce con justicia la autonomía educativa de los pueblos y comunidades indígenas, también implica una reestructuración profunda del mapa de poder educativo en Colombia.
Las entidades territoriales certificadas —Departamentos, Distritos y Municipios— verán reducirse considerablemente su capacidad de acción sobre este sector. Menos recursos del Sistema General de Participaciones, pérdida de competencia en la ordenación del gasto, y, sobre todo, la desaparición de la figura de nominador para docentes y directivos en estos contextos. En palabras simples: algunas Secretarías de Educación perderán entre un 30% y un 70% de su estructura operativa, personal y peso institucional… pero seguirán siendo responsables si las cosas fallan. ¿Paradoja? No. Realidad burocrática tropical.
Recuerdo una escena de esas que solo se dan en nuestro Caribe profundo. En un paro que realizaba una comunidad en medio de las sabanas de Manaure que tenía más de 2 días, hace unos años, una autoridad tradicional wayuu se levantó airado en medio de una discusión sobre la administración educativa en su municipio y dijo: “¡No queremos que nos administren, queremos que nos respeten!” Hubo un silencio tenso, y luego una sonrisa colectiva. Todos sabíamos que tenía razón, pero nadie se atrevía a empujar el cambio. Hoy, ese cambio está escrito y firmado.
Por supuesto, este decreto no es una varita mágica. Será necesario evaluar en adelante el verdadero impacto en las comunidades indígenas, en sus indicadores de calidad, acceso y pertinencia educativa. También será clave que el Gobierno Nacional, las entidades territoriales y las autoridades indígenas trabajen de forma coordinada, porque si algo ha demostrado nuestra historia institucional es que cuando cada quien hala para su lado, los que terminan perdiendo siempre son los niños.
No podemos caer en el error de pensar que la autonomía es sinónimo de aislamiento. Tampoco debemos asumir que entregar competencias es lavarse las manos. Este nuevo escenario exige humildad, escucha activa y, sobre todo, un alto grado de corresponsabilidad. Si antes criticábamos que el modelo educativo impuesto no respetaba las raíces, ahora debemos exigir que el modelo propio sí las fortalezca. Que forme ciudadanos, pero también sabedores. Que enseñe el mundo, sin olvidar el territorio y sobre todo, que no se convierta en otro campo de batalla político o de intereses mezquinos. Porque entonces, todo este avance no habrá servido de nada.
Hoy es momento de sumar. De reconocer la diversidad no solo como discurso, sino como estructura real. Y de recordar que la educación no es propiedad de nadie: es un derecho sagrado que, cuando se gestiona con amor y propósito, transforma más que cualquier decreto.
Así que, aplaudo la decisión. Pero también enciendo las alarmas. Que esto no sea una victoria simbólica, sino una apuesta seria por la equidad, la justicia y el respeto mutuo. Que no sea un quiebre institucional sin dirección, sino un nuevo comienzo con sentido. Y que el Dios del que tanto hablamos —ese que ama a todos sin importar idioma, cultura o cédula— nos inspire a construir un país donde cada niño, sea en el Amazonas, La Guajira o Bogotá, tenga derecho a aprender con dignidad.
Adaulfo Manjarrés Mejía