En el silencio que pesa como una losa sobre los corredores del poder, se ha consumado un acto tan sutil como doloroso: la remoción de liderazgos étnicos del gabinete nacional. Lo que a primera vista podría parecer un mero ajuste administrativo, una cuestión técnica de balances y cuotas, revela en verdad una herida profunda en el cuerpo político de nuestra nación. Una herida que duele porque sangra en lo más hondo de nuestra identidad colectiva.
No escribo desde la frialdad de la teoría política, ni desde la distancia de un escritorio alejado de las voces de la tierra; lo hago desde la memoria viva de un país que sabe, en el temblor de sus raíces y en el susurro de sus ancestros, que la tierra no es una sola y que sus hijos no caben en una única silla, ni en un solo relato oficial.
Expulsar a quienes encarnan la voz ancestral no es un error administrativo; es un acto simbólico de desalojo; la voluntad de arrancar la raíz para que crezca un árbol sin sombra ni fruto. Es olvidar, en la ceguera del poder, que Colombia es mucho más que un conjunto de territorios urbanizados y burocráticos; es un mosaico vibrante de pueblos originarios, afrodescendientes, campesinos, que han resistido con paciencia, han amado con fuerza, han vivido con dignidad desde la tierra, el agua, el canto, la palabra y la memoria.
El poder, cuando se aísla en sí mismo, se convierte en un espejo roto que no refleja su propia riqueza ni sus contradicciones. Se vuelve un cuerpo sin alma, incapaz de comprender que gobernar no es imponer, sino cuidar. No es cerrar puertas tras de sí, sino abrir espacios para la pluralidad. No es un monólogo de privilegios, sino un coro en el que todas las voces tienen lugar, especialmente aquellas que históricamente han sido relegadas al silencio.
La representación étnica no es un ornamento ni un complemento. No es una cuota para ser cumplida en el calendario de lo políticamente correcto. Es la expresión viva de la pluralidad cultural, histórica y espiritual que define a nuestra nación. Es la afirmación de que somos muchas Colombia en una sola. Y esa diversidad merece ser no solo escuchada, sino respetada, valorada y empoderada.
Cuando quienes hablan por los pueblos indígenas y afrodescendientes son retirados del gabinete nacional, lo que se desplaza no es solo a individuos, sino a símbolos y legados. Se retiran las manos que han tejido desde siglos las redes invisibles de resistencia y sabiduría. Se apartan las voces que recuerdan, que alertan, que proponen una visión del país más justa y profunda, anclada en la verdad de sus pueblos.
Este desalojo simbólico es también una manifestación de un Estado que todavía no se ha reconciliado con su propia historia. Un Estado que teme mirar de frente el racismo estructural, la desigualdad persistente, y la deuda histórica con millones que han sido excluidos, invisibilizados y violentados. Un Estado que prefiere gobernar desde el centro, con la mirada fija en la estabilidad política y el cálculo electoral, antes que en la justicia social y el reconocimiento pleno de la diversidad.
Nosotras, las mujeres que habitamos este país hendido, sabemos bien lo que significa quedarse sin silla y sin tierra. Sabemos lo que es la resistencia cotidiana, el desgaste de la exclusión, y la lucha interminable por ser vistas y reconocidas.
Las mujeres de la Guajira, del Pacífico, del Putumayo, de los resguardos del Cauca y tantas otras regiones no solo somos parte de Colombia; somos su alma y su memoria viva. Cuando se nos expulsa del gabinete, lo que se rechaza no es un simple cargo, sino la raíz profunda que sostiene la historia, la cultura y la esperanza de nuestros pueblos.
Gobernar no es un derecho adquirido; es un encargo sagrado. Y quien recibe ese encargo debe honrarlo con humildad y responsabilidad. Debe escuchar, aprender, y abrir su corazón a la multiplicidad de voces que habitan este país.
Mientras el poder siga encerrado en su torre de cristal, negando y rechazando la diferencia, seguirá gobernando una ilusión, un espejismo de democracia que ignora la complejidad y riqueza de nuestro pueblo.
La verdadera grandeza de Colombia radica en su capacidad para integrar, para honrar la diferencia, para construir desde la raíz y no desde la cumbre. Una democracia auténtica es aquella que abraza a todos sus hijos e hijas, sin excepción ni condicionamientos.
El desalojo de liderazgos étnicos del gabinete nacional es un llamado urgente a repensar el poder, la justicia y la inclusión en nuestro país. No es solo un asunto político: es una cuestión moral y espiritual.
La tierra, el río y la montaña no olvidan. La memoria colectiva es un torrente que no se puede contener ni silenciar. Y el día que los pueblos originarios y afrodescendientes recuperen su lugar pleno en la vida pública, lo harán no para pedir permiso ni para adornar la mesa del poder, sino para reconstruir la casa entera de nuestra nación, con justicia, con dignidad, con amor.
Que esta palabra escrita sirva como semilla para ese futuro que ya comienza a gestarse en el corazón de quienes luchan y resisten. Un futuro donde la voz de cada colombiano y colombiana, sin importar su origen, sea escuchada y valorada.
Porque sin esa pluralidad, sin esa justicia, no hay nación posible. Solo un eco vacío en la vastedad del tiempo.
Dinhora Luz Sierra Peñalver

