En el entramado social de nuestra patria, donde las grandes proclamas de justicia y equidad resuenan desde los púlpitos del poder, se despliega, sin embargo, una realidad atroz, tan cruel como inaudita; el Programa de Alimentación Escolar, columna vertebral destinada a sostener la vida de millones de niños, yace en un estado de precariedad alarmante, al borde del colapso. Lo que debería erigirse como el más noble acto de tutela estatal hacia la infancia vulnerable, se ha convertido en un relicario de desatenciones, insuficiencias y disputas estériles que diluyen su propósito fundacional.
Este programa, concebido como un compromiso indeclinable para mitigar el hambre que golpea con implacable crueldad a los más inocentes, ha devenido en una manifestación paradigmática de la disfuncionalidad que corroe las entrañas del Estado. En vez de un acto de justicia y esperanza, el PAE se ha transformado en una sombra trágica donde se entrelazan la negligencia estructural, la burocracia ensimismada y la insensibilidad política. El alimento, derecho humano esencial, hoy es objeto de una disputa desgarradora donde el hambre se convierte en el síntoma visible de un mal mucho más profundo: la falla ética y moral de una sociedad que no sabe priorizar lo fundamental.
Es imperativo comprender que no estamos ante un mero problema administrativo ni exclusivamente financiero. Lo que está en juego es la integridad de un pacto social que define nuestra humanidad colectiva. En el desamparo del PAE, se refleja la profunda fractura entre la retórica política y la realidad cotidiana, entre las promesas grandilocuentes y la indiferencia práctica. La infancia, baluarte sagrado de cualquier nación, padece el abandono de un Estado que parece dividido consigo mismo, atrapado en un juego insidioso de culpas cruzadas y acusaciones infundadas.
Mientras la administración central alza su voz señalando supuestas falencias y desviaciones en las entidades territoriales, estas últimas responden con dignidad, pero también con una denuncia dolorosa: la insuficiencia presupuestal es un mal endémico, no una falla coyuntural. La asignación de recursos es desigual, arbitraria y, en muchas ocasiones, insuficiente para garantizar la continuidad de un programa que, por su naturaleza, debe ser incondicional y universal. Esta contradicción esencial evidencia la existencia de un Estado fragmentado, incapaz de articular una estrategia coherente y solidaria que trascienda intereses parciales y mecanismos burocráticos que obstaculizan más que facilitan.
La paradoja es descarnada, quienes más necesitan el amparo del PAE son, precisamente, aquellos que menos capacidad tienen para financiarlo, y son estos los que enfrentan las decisiones más duras y las consecuencias más letales. La universalidad del derecho a la alimentación escolar se convierte, así, en un ideal esquivo, un espejismo que se desvanece bajo la crudeza de la realidad fiscal y política.
El incremento nominal de recursos desde el nivel nacional, que podría interpretarse como una señal de voluntad política, se ve rápidamente neutralizado por recortes simultáneos en otras partidas esenciales, desdibujando la coherencia del esfuerzo y dejando al programa a merced de la incertidumbre y la precariedad. Este juego financiero no es sino un reflejo de un sistema que privilegia el equilibrio contable sobre la urgencia humana, que contabiliza presupuestos y cifras mientras olvidamos que detrás de cada número hay un niño cuyo bienestar está en juego.
En el corazón de esta crisis late una falla estructural que trasciende la mera administración: un modelo fragmentado y disfuncional, en el que los niveles de gobierno operan en silos, desconectados y en competencia, que impide una gestión integral y eficaz. La falta de coordinación, la burocracia anquilosada y la dispersión de responsabilidades convierten al PAE en una ruleta de la fortuna, donde la suerte y la voluntad política local determinan quién come y quién pasa hambre.
Algunos actores, conscientes del drama, han activado mecanismos de emergencia para intentar paliar la crisis, pero estos gestos, aunque loables, son parches en un sistema que requiere una reforma profunda, radical, que reimagine la alimentación escolar no como un gasto más, sino como una inversión sagrada en el futuro de la nación. La continuidad y la expansión del programa deben convertirse en un mandato ético y legal, inalienable e irreductible.
En comunidades donde la pobreza extrema es una condena cotidiana, las decisiones sobre la distribución y priorización de recursos son tragedias diarias. La extensión indiscriminada del programa a todos los estudiantes, en un intento desesperado por no excluir a ninguno, termina agotando los recursos disponibles con la misma rapidez con que se disipan las esperanzas. Esta tensión entre la universalidad y la sostenibilidad revela la urgencia de una transformación del modelo que permita atender con dignidad y justicia a cada niño.
¿Es esta crisis el resultado de una corrupción sistémica? ¿O es, más bien, la manifestación de un Estado incapaz de armonizar sus estructuras y voluntades en pro de un fin común? La respuesta, seguramente, es compleja y reside en una amalgama de ambos factores, pero lo cierto es que el silencio y la inacción ante esta realidad son, en sí mismos, una forma de complicidad.
Por encima de los discursos y los intereses, la crisis del Programa de Alimentación Escolar es un llamado moral que desafía nuestra conciencia colectiva. Es un espejo que nos devuelve la imagen de una sociedad que aún no ha aprendido a priorizar la infancia como la raíz fundamental de su desarrollo y su dignidad.
Alimentar a un niño no es solo proporcionar un plato de comida, es nutrir la esperanza, es sembrar las bases de una ciudadanía plena, es honrar la promesa más elemental de justicia social. El Programa de Alimentación Escolar, en su esencia más pura, debe dejar de ser un símbolo de promesas incumplidas para transformarse en la encarnación tangible de un Estado que asume con nobleza, rigor y compromiso inquebrantable su responsabilidad con las generaciones futuras.
Porque en última instancia, el destino de una nación se mide no en sus discursos grandilocuentes ni en sus balances financieros, sino en la mirada de aquellos niños que, con un plato vacío, aguardan la respuesta solidaria y humana de una sociedad que se digne a reconocerlos y a protegerlos.
Dinhora Luz Sierra Peñalver