La primera despepitada de ojos que surge al recibir la invitación para celebrar los 50 años del grado de bachiller, es una incredulidad con la aritmética. Inmediatamente acudimos a la historia para comprobar que la ecuación matemática de nuestra vida efectivamente se ajusta a esa fecha muy lejana en el calendario, pero muy cerquita a la ventana de los recuerdos. El equipo organizador pasa lista y envía los mensajes al grupo de muchachos cervantinos que aquel 28 de diciembre de 1975 se pusieron trajes nuevos adornados con la corbata gruesa que para entonces era el último grito de la moda masculina. Viene a mi recuerdo el encuentro del 2005, cuando celebramos los 30 años de graduados. Para entonces fue una labor titánica localizar a los integrantes de esa cofradía de muchachos, habida cuenta que aún no existía WhatsApp y prácticamente el email era el mecanismo casi único de contacto. Muy emocionado recibí el mensaje de invitación de un villanuevero afincado en Barranquilla, quien además está casado con una dama que encarna el prototipo de la más rancia estirpe de la aristocrática belleza de la mujer sanjuanera. Mi entusiasmo por asistir a ese encuentro estaba en su máxima efervescencia emocional, porque era la oportunidad precisa para pegarle una sacudida sabrosa al baúl de los recuerdos empolvados por el olvido y encarcelados en la memoria por los atafagos cotidianos que se empeñan en quitarle nitidez a la felicidad completa. Hoy me arrepiento con la misma intensidad del deseo original que tenía para asistir a ese encuentro, pero me queda un rescoldo de alivio por haber enviado un escrito de remembranzas que fue leído por nuestro querido amigo José Alberto Ponce Caballero. En las añoranzas de aquella nota de nostalgia pude compartir el fuerte impacto que tuvo en mi alma de niño semi campesino la nueva vivencia que estaba experimentando en Barranquilla. Y dentro de esa colección de improntas inolvidables, estaba el episodio de “La Plancha”, una anécdota que ha traspasado las aulas cervantinas hasta convertirse en un símbolo que dibuja de manera fidedigna la evolución de un pueblerino que hace el tránsito a la vida citadina. Como muchos no conocen esta historia, paso a resumirla brevemente:
Cursábamos 2do de Bachillerato en 1971 y nuestro profesor de dibujo, el gran Miguelito Bornacelli, nos puso la primera tarea del año. Una Plancha Libre. Todos entendieron el alcance de la tarea, excepto el niño procedente de un ignoto pueblo de La Guajira, quien ese año se sentaba por primera vez en un pupitre del prestigioso Colegio LICEO DE CERVANTES. El niño venía de estudiar en el Colegio “San Juan Bautista”, donde las ventanas desnudas no conocían las persianas y el llamado a los estudiantes se hacía con el sonido fuerte y seco de una biela sobre un disco de arado, que a manera de campana, colgaba de una de las vigas de madera del techo del corredor. El Colegio estaba regentado por el Profesor Carlos Ariza Molina, mejor conocido como el “El Profesor Pelongo”. Las clases de dibujo tenían una frecuencia semanal, por lo que tuve el tiempo suficiente para planear mi tarea con denuedo, aplicación y entusiasmo. La primera idea que me vino a la mente fue dibujar una plancha eléctrica, incluido el cordón de conexión con hilos negros y blancos trenzados. Contemple también dibujar la delgada mesa donde la plancha ejerce su función. Pero después reconsideré la decisión y opté por dibujar una plancha de carbón, ya que esta me parecía una imagen más típica. La dibuje sobre un anafe, donde la plancha adquiere su calentamiento directamente de los tizones esparcidos en la bandeja del anafe. La pinte con carboncillo para darle tonalidades diferentes. Y hasta pude expresar la reverberación que el calor dejaba observar en el entorno inmediato de la plancha. Le puse mucha dedicación a mi dibujo, el cual una vez terminado, contemplé orgulloso durante largos minutos antes de guardarlo en la carpeta de los dibujos.
Cuando el profesor Bornacelli pidió que entregaran la tarea, alcance a sentir un escalofrío glacial cuando observe que todos mis compañeros estaban entregando hojas con dibujos diversos, donde se observaban figuras geométricas lineales y circulares absolutamente distintas a lo que yo había dibujado. En ese instante comprendí que en Barranquilla llamaban “PLancha” a lo que en San Juan conocíamos como una “Plana”. Y aunque estuve a punto de no entregar mi tarea, el sentido de la responsabilidad me indicaba que debía hacerlo, como en efecto lo hice. Cuando Miguelito tuvo en sus manos el papel con la imagen de la plancha de carbón al frente de sus ojos, se le instaló una sonrisa imperceptible en los labios, me extendió una mirada de compasión y colocó la hoja de mi dibujo volteada sobre el rimero de papel de las planchas de mis compañeros. Sin embargo, Miguelito extendió su generosidad más allá del noble gesto de ocultar mi dibujo, ya que tuvo la gallardía de no calificar aquella tarea de la “Plancha Libre”, pues eso me habría convertido en el hazmerreír de mis compañeros por ignorar el significado del término “Plancha”. Miguelito se guardó el secreto por 15 años, hasta que finalmente en una parranda en Fundación, cuando ya me había curado de la verecundia de aquel suceso, se me ocurrió contar la anécdota en una noche de jolgorio y acordeones. Hasta que uno de los contertulios me dijo:
¿Así que tú eres el de la Plancha…?
Nojodaaaa…!
Al fin conocimos al famoso personaje que tanto le hemos escuchado contar a Miguelito Bornacelli. ¡Y ante la curiosa coincidencia, la carcajada colectiva fue total…!
Pero ahora viene el epílogo desconocido de la historia. Esto parece un designio de Dios. No se me ocurre llamarlo de otra manera, pues tuve la oportunidad de devolver el gesto noble que Miguelito me dispensó cuando yo era un niño. Entre 1995 y 1997 desempeñe el cargo de Director de Interventoría Fiscal y Medio Ambiente de la Contraloría del Atlántico. Y dentro de mis funciones estaba hacer fiscalización aleatoria a los Contratistas del Departamento del Atlántico. Cuando el equipo de trabajo a mi cargo me presentó la lista de los Contratistas “elegidos” observe que allí estaba Miguel Bornacelli. Aunque en ese momento tenía 24 años de no verlo ni saber de su vida, de un plumazo lo quite de la lista y lo remplace por otro. Dejen quieto a Miguelito, le dije a uno de los Ingenieros del equipo. Estoy seguro que la gallardía mostrada por Miguelito en 1971 era el equivalente de una semilla de calidad certificada.
El siguiente encuentro de los contertulios cervantinos ocurrió en 2015, cuando celebramos los 40 años. Hicimos una reunión inolvidable en la cabaña de Antonio Joaquín Ripoll Barraza en Puerto Colombia. Fue una parranda memorable donde escuchamos cantar baladas y boleros a Carlitos Hazbun Escaff, nos deleitamos con el acordeón de Luchito Daza y donde yo pude leer personalmente las remembranzas de este campesino que nunca ha dejado esa condición, aunque mi actividad de 40 años se mueva en torno a la construcción y la docencia. Ya para entonces, me permití expresar a mis contertulios cervantinos que la celebración de 40 años de nuestro grado de bachiller era una ocasión propicia para evidenciar que el ímpetu juvenil que exhibíamos en el Colegio en los tiempos del Profesor Pintica, Salvador Mate, Jesús Viloria y Manuel Santamaría, entre otros, ahora el tiempo se había encargado de bajar la velocidad de nuestro andar y de poner en nuestra mente una mayor dosis de reflexión. Es decir, habíamos dejado de ser CULIPRONTOS. Aunque esta definición muestra a un individuo fogoso que se involucra rápidamente en dinámicas copulatorias, por extensión se aplica también a aquellas personas que toman decisiones apresuradas y que tienden a obrar de manera poco razonable.
Si aquella fue la reflexión en nuestro encuentro de los 40 años, ahora estamos reunidos en Barranquilla para celebrar los 50 años de aquel suceso. Cuando Fernando Villarreal y Eufredo Blanco pasaron lista para confirmar la asistencia a nuestro magno encuentro, algunos no respondieron al llamado. José Manuel Ali, Alexander Yidi, Diego Marín, Alberto Mendinueta, Ricardo Solano, Atilio Di Rugiero y Carlos “Tabaco” Mendoza, entre otros, guardaron eterno silencio porque circunstancias diferentes los alejaron de la vida terrenal; por lo tanto, no podían decir “PRESENTE”, como tantas veces los escuchamos decir esta palabra que daba constancia de que ocupaban un pupitre del Colegio.
Hoy nuestra vida transcurre de manera apacible. Algunos seguimos en plena actividad de trabajo y hasta envidiamos a aquellos que tienen tiempo para ver por televisión los partidos de la Champions de Europa y los juegos del Junior de Barranquilla. El WhatsApp se ha convertido en una herramienta de altísimo poder fusionador y nos mantiene cohesionados en la medida en que cada uno lo desea. A estas alturas de partido estamos cerca del minuto 70 y aunque todavía quedan 20 minutos de juego, ya el partido de la vida se ha jugado casi completo, para usar el símil que utiliza el Dr. Elmer Huertas, un médico peruano que suele hacer un paralelo de nuestro ciclo vital con la duración de un partido de fútbol.
Es importante saber cerrar los partidos y jugar con inteligencia los minutos finales para evitar que en un descuido nos hagan un gol que desequilibre el resultado obtenido. Es necesario que el amor sea el combustible esencial de nuestra vida, tal como lo pregonaba en el Siglo XIII Mevlana Celaleddin Rumi, un eximio pensador, místico, poeta y filósofo nacido en Afganistán y afincado en Anatolia: “El amor es el núcleo vital del alma. Y de todo lo que ves, solo el amor es infinito”.
Orlando Cuello Gámez

