ENTRE EL SHOW DE REDES SOCIALES Y EL ABANDONO DEL DEBER PÚBLICO

Vivimos en una época donde la política ha dejado de ser un acto de servicio público para convertirse en una pasarela de popularidad en redes sociales. El espectáculo ha reemplazado a la gestión eficiente, y los funcionarios públicos, desde concejales hasta gobernadores, han asumido un papel de «influencers», más preocupados por su imagen que por cumplir con sus deberes constitucionales y cívicos. Hoy vemos como, en lugar de estar comprometidos con la mejora de la calidad de vida de sus ciudadanos, muchos de estos líderes han optado por rodearse de asesores que, en vez de orientarlos hacia el desarrollo de políticas públicas, los empujan a crear videos ridículos, memes vacíos y campañas de marketing digital que en nada aportan a la verdadera solución de los problemas de la gente.

Este fenómeno no es exclusivo de una región o país; es una tendencia global que ha llevado a una politización superficial, alimentada por el deseo de acumular «me gusta» y comentarios positivos. La obsesión por la imagen pública ha alcanzado tales niveles que las redes sociales se han convertido en el escenario principal donde los políticos presentan una versión teatral de su gestión, mientras los problemas reales de la comunidad quedan relegados a un segundo plano. Vemos a gobernadores que, en lugar de trabajar por la reducción del desempleo o la corrupción en la contratación pública, se dedican a posar para las cámaras, grabar reels y recibir galardones de dudosa utilidad. ¿Qué beneficio trae esto a las mayorías? Ninguno. Lo que se busca no es mejorar la vida de los ciudadanos, sino mantener un perfil elevado en redes, donde el impacto se mide en vistas, y no en cambios concretos.

En el pasado, la función pública era un compromiso serio. A falta de redes sociales, los políticos debían construir su reputación a través de su trabajo y resultados visibles. La rendición de cuentas era tangible; los ciudadanos sabían quién era un buen gestor porque podían ver los frutos de su labor, ya fuera en la construcción de infraestructuras, la mejora de la educación o la creación de empleos. Hoy, en cambio, el éxito de un funcionario se mide por su capacidad para entretener, para hacer que su contenido sea viral, no por su habilidad para resolver problemas.

Un claro ejemplo de esta transformación es el comportamiento de muchos funcionarios que, en lugar de estar en sus despachos atendiendo las necesidades de sus comunidades, pasan gran parte de su tiempo diseñando estrategias de contenido en redes sociales. Los asesores políticos, que antaño se dedicaban a proponer ideas y mejorar la gestión, ahora son «community managers» que priorizan el impacto visual sobre la gestión efectiva. Han convertido la política en una especie de reality show, donde lo importante no es lo que se hace detrás de escena, sino cómo se presenta en las pantallas de los smartphones de los ciudadanos.

Pero el problema no radica únicamente en los políticos. El consumidor promedio de redes sociales, inmerso en su confuso entendimiento de la realidad y atrapado por el espectáculo digital, es incapaz de ver más allá de lo que el algoritmo le presenta. Las redes sociales están diseñadas para capturar nuestra atención, y los políticos han aprendido a aprovechar esto. A través de la promoción pagada y la propaganda constante, logran posicionarse en los primeros lugares de los feeds de las personas, engañándolas para que crean que están haciendo un buen trabajo. En realidad, no están resolviendo los problemas estructurales que afectan a sus comunidades; simplemente están jugando el juego del algoritmo, que favorece la apariencia sobre el contenido.

Lo más grave de este asunto es que el algoritmo, una herramienta invisible que controla lo que vemos y cómo lo percibimos, está quitándole a los ciudadanos su capacidad crítica y su autonomía de pensamiento. El algoritmo decide qué es lo que vale la pena ver, y cuando los políticos pagan por promocionar su contenido, las personas empiezan a confundir visibilidad con efectividad. Cada día, millones de ciudadanos son bombardeados con una imagen distorsionada de la realidad, que los hace creer que sus líderes están haciendo una gran labor, cuando en realidad están más interesados en aumentar su popularidad que en solucionar los problemas urgentes de la sociedad.

Este fenómeno no es nuevo en el sentido de la manipulación mediática, pero lo que sí es nuevo es la escala en la que ocurre. En tiempos anteriores, los políticos debían enfrentarse al escrutinio público a través de los medios tradicionales y sus acciones debían hablar por sí solas. Hoy, en cambio, los funcionarios tienen la capacidad de controlar directamente el mensaje que reciben los ciudadanos, saltándose los filtros de la prensa independiente y creando su propia narrativa. Y lo hacen a través de plataformas que recompensan la superficialidad y la repetición. No importa si el contenido es vacío o carente de sustancia; lo que importa es que sea viral.

El resultado es un ciclo peligroso: los políticos invierten en su imagen, los algoritmos los elevan, y los ciudadanos, engañados por esta representación teatral, aceptan esta versión alterada de la realidad como si fuera verdadera. De esta manera, los votantes no solo son manipulados para que elijan a un candidato en elecciones, sino que también son inducidos a aprobar su gestión en el día a día, sin detenerse a cuestionar si realmente están cumpliendo con su función institucional.

La situación es preocupante, pero no irreversible. Es esencial que los ciudadanos recuperen su capacidad crítica y no se dejen llevar por el espectáculo que se les presenta. Las redes sociales no pueden ser el único criterio con el que evaluemos a nuestros líderes. Debemos exigir resultados reales y concretos, y no dejarnos seducir por la popularidad que un político pueda tener en Instagram o TikTok. Al final del día, lo que importa no es cuántos likes recibe un gobernador por un video gracioso, sino cuántos empleos ha creado, cuántos problemas ha resuelto y cuántas vidas ha mejorado a través de su gestión.

Es vital que exista una mayor transparencia en la forma en que los funcionarios utilizan las redes sociales y que los ciudadanos estén mejor educados en el uso crítico de estas plataformas. Las redes sociales pueden ser una herramienta valiosa para la rendición de cuentas y la participación ciudadana, pero solo si se usan con responsabilidad y transparencia. De lo contrario, continuaremos viendo una política que se parece más a una campaña de marketing que a un verdadero servicio público.

En última instancia, debemos recordar que la política no es un show. No es un concurso de popularidad ni una carrera para ver quién tiene más seguidores. Es un compromiso con el bien común, un acto de servicio que debe estar basado en resultados tangibles, no en la cantidad de vistas o interacciones que un político pueda generar en sus redes. Y es responsabilidad de todos ciudadanos, medios y políticos, asegurarse de que la política recupere su esencia como un acto de responsabilidad y servicio.

 

Luis Alejandro Tovar

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