¿FRACASAN LAS ALIANZAS INTERINSTITUCIONALES EN LA GUAJIRA?

He tenido la oportunidad de leer el documento “Estado y privados en la política pública contra el hambre de los indígenas wayuu en La Guajira colombiana”, escrito por Adrián Raúl Restrepo Parra, Claudia Puerta Silva, Esteban Torres Muriel, Ilia Gómez Archbold y María José Rubiano, el cual fue publicado en la Revista Estudios Políticos de la Universidad de Antioquia en 2024, que remite a reflexionar sobre el fracaso de la gestión estatal y las políticas de alianzas interinstitucionales.

En el texto se muestra el debate sobre la política pública colombiana, que ha evolucionado más allá de la simple idea de que el Estado está ausente, algo que a muchos políticos les gusta repetir. En el contexto de La Guajira, la persistencia del hambre infantil en la comunidad indígena wayuu no se debe solo a la falta de acción del gobierno, sino a la manera particular y a menudo ineficaz en que este se manifiesta en el territorio.

La Sentencia T-302 de 2017 de la Corte Constitucional, que declaró el Estado de Cosas Inconstitucional, puso de manifiesto una crisis humanitaria que sigue sin resolverse a pesar de los numerosos programas de atención implementados. Un análisis más profundo de esta situación revela una serie de brechas ontológicas y bloqueos institucionales que obstaculizan cualquier esfuerzo bien intencionado.

La teoría del «Estado en acción» propuesto por los autores, nos reta a ir más allá del análisis normativo y a entender cómo realmente funciona el aparato estatal en el territorio. Este enfoque, aplicado a la crisis de La Guajira, ha demostrado que el Estado no es un actor ausente; su presencia es, de hecho, una compleja red de relaciones de poder entre la burocracia estatal nacional, regional, los actores privados y las propias comunidades. El Estado también se muestra fragmentado por intereses muchas veces perversos de parte de sus actores. La compra de los camiones cisternas por parte de la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD), es contundente.

En este contexto, una de las características más destacadas es la «descarga» de funciones, donde el Estado delega en alianzas o coordina la implementación de políticas a terceros, principalmente a operadores privados. Esta delegación no es simplemente una renuncia, sino que se presenta como una nueva forma de intervención y control, un gobierno indirecto que, sin embargo, trae consigo sus propios retos.

El pronunciamiento judicial más reciente y contundente por parte de la Corte Constitucional expresado en el Auto 1179 de 2025 sobre alimentación y seguridad alimentaria, confirma que la respuesta del Estado se encuentra determinada por el asistencialismo con restricciones fiscales, sin una visión estructural y sostenible. Esto se sustenta en los hallazgos de los autores del documento que indican cómo las políticas, a pesar de contar con un gran despliegue burocrático, no logran penetrar en la realidad wayuu.

La falta de pertinencia cultural en el diseño de los programas es un factor clave, ya que no se alinean con la cultura y las prácticas ancestrales de la comunidad en lo que respecta a la alimentación y el bienestar. La operación de los programas de alimentación, como el PAE y los programas del ICBF, está mediada por operadores privados que, según los investigadores, son vistos con desconfianza por la población.

Aunque su papel es fundamental para la ejecución de los proyectos, su forma de operar a menudo limita el impacto que se espera. La falta de conocimiento del contexto local, la ausencia de criterios claros en la selección de proponentes y una preocupante tendencia a la corrupción, son factores que socavan la confianza y la efectividad de la intervención.

Estos operadores, que actúan en nombre del Estado, a menudo se enfrentan a desafíos como el aislamiento geográfico y la falta de infraestructura adecuada. Como se detalla en el análisis de actores, en el documento la provisión de alimentos se ve obstaculizada por problemas logísticos, altos costos de transporte y la baja calidad de los productos. Esto obliga a las comunidades a lidiar con precios elevados y a depender de inventarios limitados que no se alinean con su dieta tradicional.

En lugar de fortalecer la soberanía alimentaria del pueblo wayuu, los programas de asistencia se convierten en soluciones temporales y desarticuladas. La desconexión es evidente: mientras la burocracia estatal y los operadores privados intentan cumplir con metas y objetivos preestablecidos, las comunidades sienten que su realidad no está cambiando. El Auto 1179 de 2025 señala que los informes y reportes presentados por las entidades son «poco confiables», lo que pone de manifiesto la brecha entre las métricas oficiales y la realidad en el terreno.

No es suficiente con estar presente; es la calidad y la coherencia de esa presencia estatal lo que realmente define el éxito de una política pública. La situación se complica aún más por la intervención de actores ilegales que, como se identifica en el mapeo de actores, tienen el poder real de intervenir y corromper a funcionarios y operadores. Este factor añade un obstáculo adicional que frustra la entrega de recursos y servicios, desviando fondos y deteriorando la cadena de suministro de ayuda.

Los bloqueos institucionales señalados por la Corte Constitucional son, en muchos casos, el resultado de estas tramas de poder que operan en la sombra, pero que tienen un impacto devastador en la población. Así, la política pública, más que una solución, se ha convertido en un campo de batalla de intereses, donde la vida de la niñez wayuu parece ser un efecto colateral de negociaciones opacas y ejecuciones deficientes. El Estado no ha renunciado a su poder, pero lo ejerce de una manera que perpetúa el problema que intenta resolver, mostrando con ello su incapacidad para ejercer un control efectivo, mostrando que la crisis no es de ausencia, sino de inoperancia estructural.

Para abordar esta situación inconstitucional, necesitamos ir más allá del simple asistencialismo. Es esencial que la gestión pública vea la política como una red de relaciones de poder, donde la burocracia, el sector privado y la sociedad civil interactúan en un ecosistema complejo. Es crucial que el diseño de las políticas públicas para La Guajira comience con un diálogo auténtico con el pueblo wayuu, reconociendo su autonomía y su sabiduría ancestral sobre la alimentación y el territorio. Solo a través de la co-creación de soluciones se podrán cerrar las brechas que separan la política gubernamental de la realidad de las comunidades.

El Auto 1179 es un llamado urgente a la acción. La crisis en La Guajira obliga a replantear los fundamentos de la gestión pública en un país multicultural. Los autores llaman la atención de que no se trata solo de invertir más recursos, sino de hacerlo de una manera diferente, con transparencia, coherencia y, sobre todo, con un profundo respeto por la dignidad del pueblo wayuu. La supervivencia de los niños depende de que el Estado mejore en calidad, para finalmente cumplir con sus obligaciones y con su propia definición constitucional: ser el garante del consenso de los asociados en el territorio.

 

Cesar Arismendi Morales

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